El sigilo era enorme en la encrucijada de aquellas calles donde intentaban crecer unos árboles, cenceños y tristes. Caminaban ahogando la respiración y dando ese tipo de pasos quedos que han practicado durante siglos los ladrones al entrar en la mansión del marqués en busca de la alcancía y los conspiradores y conjurados a la hora de reunirse y preparar su plan de ataque al Estado. No se oía ni el vuelo de una mosca, de un lado porque realmente la escena era de una gran tensión y, de otro, porque no había ni un solo ejemplar de estos insectos trompetudos que tienen por costumbre frotarse las manos y defecar sobre las tartas de frambuesa. La penumbra era la propia de las iglesias, al menos de las iglesias que están en penumbra. Sobre un bargueño frailuno se alineaban terribles trebejos mortíferos y otros, más dulces, de simple tormento: aquí un fulgurante puñal ibérico o una trasluciente copa de cicuta, acullá un potro, precavidamente comprado por Valerio en la subasta que siguió al decreto de abolición de la santa Inquisición. En una esquina había un murciélago que resultaba inútil pues tan repugnante bruto no tenía tarea específica alguna. Estaba allí, no obstante, con sus membranas voladoras, su horrible cuello y su horrible cola para demostrar que la guarida era una cueva inmunda y es sobradamente conocido que una cueva inmunda sin su murciélago asqueroso es como un solideo al que le faltara el eclesiástico debajo.
Ahora bien, una cueva inmunda para cualquiera que se asomara. Para Valerio y para Dacio, para Julián y Saturnino se trataba de la catacumba desde la que se iniciaría la liberación de tanto oprimido y sojuzgado. ¡Cripta redentora! decía Saturnino a veces y a voces. ¡Hospitalario y emancipador hipogeo! replicaba Dacio con el mismo ademán que había visto emplear a los actores en los dramas del duque de Rivas. Valerio era gordo y Dacio flaco. Julián, alto y Saturnino, bajo. Los cuatro eran calvos pero esto nada les preocupaba. ¿No lo habían sido san Pedro y san Pablo?
Valerio era vicecónsul de Montenegro; Dacio, coadjutor en la Iglesia de los Dolores Gloriosos y Alegres de Nuestra Señora; Julián, viceconsiliario y Saturnino, vizconde de la Melancólica Endecha.
Valerio: ¡Ha llegado nuestra hora!
Saturnino (enseñando el temible colmillo que caracteriza a los hombres y tanto asusta a los tigres): ¡Hora de justicia!
Dacio (más contundente): ¡De venganza!
Julián: ¡Correrá la sangre!
Dacio: ¡Sangre purificadora!
Saturnino: ¡Sangre purgativa y catártica!
Se sentían aliviados tras estas amenazas e imprecaciones. Las calvas reflejaban lúgubres destellos y poco a poco los olores se esparcían: el de Valerio, que era gran comedor, a morcillas de Briviesca; el de Dacio, a cirio recién apagado y a polilla de dalmática; el de Julián a carcoma de legajo y el de Saturnino, el más potente, a sencillo sobaco.
Saturnino: ¡Siglos de opresión!
Valerio: ¡De impunes humillaciones!
Dacio: ¡De injustas prohibiciones!
Julián: ¡Sumiso como un borrego! Y añadió: ¡Con mi sindéresis!
Esto último (lo de la sindéresis) hubiera sido poner el dedo en la llaga si no fuera porque realmente no había llaga ni herida física alguna, a no ser que llamemos así a un pequeño corte que se había hecho Valerio la tarde antes al prepararse unos trocitos de jugoso jamón. Sin embargo, si no había herida física relevante, sí había otra, más dolorosa, allá en el fondo del alma, como inmovilizada durante años por la oculta ancla que un ser quimérico, acaso el dios de la inercia, hubiera allí aparejado. Ahora, esa herida salía de su prolongado letargo, espoleada quizás por otro dios, el de la venganza que, desde su mansión en la Walhalla, exigía, implacable, su tributo de sangre.
Porque cordura, discreción, sindéresis en suma había entre aquellos hombres para regalar. Tanta que era justamente lo que les había perdido, lo que les había llevado a asumir con mansedumbre su triste condición subalterna. Pero ahora bramaban sin miedo, como valientes soldados poco antes de lanzarse al deseado combate.
Valerio (el vicecónsul de Montenegro): ¡Acabaré de una vez con el odioso cónsul y sus aceitosas guedejas!
Julián (el viceconsiliario): ¡Y yo con el consiliario y su nariz peluda!
Dacio (el coadjutor): ¡Enviaré al párroco al infierno donde se chamuscará su apestoso balandrán!
Saturnino (vizconde de la Melancólica Endecha): ¡Al fin el halitoso conde de la Melancólica Endecha me las pagará todas juntas!
Miraban con complacencia la cicuta, calibraban la finura de puñales y estiletes, porfiaban incluso acerca de la eficacia del potro pues Julián aseguró que eran mejores las parrillas y que había tormentos como el de garrucha muy prestigiados. Afirmó incluso:
-Un consiliario bien colgado llega incluso a abrir el apetito.
Apoyó Dacio:
-Un médico me aconsejó, durante unas fiebres, que pensara en el párroco bien apretado en la mancuerda. Lo hice y al poco estaba curado.
Saturnino también apeló a experiencias sanativas semejantes pero fue Valerio quien propuso:
-Es preciso buscar el auxilio de otros desdichados.
Dacio aseguró:
-Me consta que los hay y tan infortunados como nosotros.
Los cuatro se despidieron prometiendo acudir a una sesión próxima con aquellos desventurados de que tuvieran noticia.
Y así fue. No había pasado un mes cuando en aquella cripta salvadora se reunían, ávidos de venganza, un contramaestre con perilla y bamboleo de barco; un sotoministro con la levita muy bien manchada por varias yemas de huevo; una vicetiple de robustas piernas y abatidos pechos; un subarrendatario con más pellejos que un enfiteuta en tiempos de sequía; un subcomendador rijoso que llevaba un cartapacio con las afrentas recibidas del comendador ordenadas de menor a mayor; un subdiácono con tres verrugas artísticamente distribuidas en la cara; un subprior con sotabarba; el viceprovincial de la Compañía de Jesús, que tenía la color y los modales de estreñido; un vicesecretario bamboche e hipocondríaco; un subclavero que luego se supo tenía un pariente circunciso; un subprior que coleccionaba gonococos; el subcampeón en varios concursos de elevación de la cometa y el coadyuvante en un pleito interminable.
Los dejé cuando un señor con un apellido químico, soda o quizás sosa, que cultivaba un género menor, que él llamaba «escenas históricas pero verdaderas», pedía su ingreso para vengarse de los escritores de verdad, de los novelistas y de los poetas.
Querido Profesor Sosa Wagner
Aunque no es sobre su escena histórica, me permito mandarle un enlace al blog de Plaza Moyúa, donde se explica una actuación » para la historia» ( o al menos, a algunos nos lo parece ), del Tribunal Constitucional.
Ese Tribunal que está, según creo, para la defensa de todos los españoles respecto de las arbitrariedades del legislativo y del ejecutivo, y que debería basar esa defensa en Nuestra Constitución…
Muchas gracias
http://plazamoyua.com/2015/07/06/resumen-de-octavio-contra-el-prosti-para-el-fondo-de-armario/
Gracias viejecita, ya sabe que sigo sus comentarios con mucho afecto.