Mi abuela, mis padres, mis tíos y mis primos están muy orgullosos y como henchidos de vanidad porque parece que hemos logrado tener en la familia un alma en pena. Mi tío Venancio es quien ha traído la noticia. Dijo escuetamente hace unos días al volver del trabajo, con su voz de ultratumba:
-Vaga el alma de Luciano.
Que Venancio tenga voz de ultratumba y que haya sido el primero en advertir el acontecimiento no tiene nada de extraño si se sabe que Venancio es el auténtico sepulturero del cementerio. Digo auténtico porque tiene dos ayudantes que podrían pasar perfectamente por enterradores pues trazas no les faltan y, sin embargo, no son sino ocasionales colaboradores que prestan su desinteresado concurso en momentos excepcionales. El auténtico sepulturero, de bien labrado prestigio por cierto, es mi tío Venancio. Si la gente de mi pueblo tiene fama de no hacerle ascos a la muerte es por el crédito alcanzado por mi tío Venancio que entierra con seriedad, porque no se permite una broma en el trance, pero con artística gracia, con un punto de salero.
Cuando mi tío Venancio aseguró que vagaba el alma de mi tío Luciano, mi abuela, que como persona que ha vivido mucho, es muy desconfiada, no quiso hacerse ilusiones y requirió pormenores.
-¿Tú lo has visto?
-Con mis propios ojos -dijo mi tío Venancio. Y añadió: vaga bajo la forma de oveja con los cuartos traseros trasquilados.
-Entonces no hay duda. San Caralampio no me ha fallado -dijo mi abuela.
Todos, como es lógico, aceptaron el dictamen de mi abuela y una ingenua alegría se esparció por la casa, incluso entre los más pequeños. Y es que mi familia está colmada de dones: tierras, ganado, una imagen de san Millán de la Cogolla con el famoso madero, varios títulos de la deuda pública, una aojadora (mi tía Escolástica), una sirena (mi tía Marina), un arcipreste sonrosado, el sepulturero Venancio, dos parejas de mellizos, dos esclavos filipinos y un mastín leonés. Pero nos faltaba un alma en pena. Solía suspirar mi abuela:
– Mi difunto marido, que en gloría esté, decía que sólo un alma en pena logra dar lustre a una familia y es, además, el único medio fiable de comunicarnos con el más allá.
Ahora se comprenderá por qué se acogió con tanta alegría la noticia que trajo mi tío Venancio. Y encima, por si fuera poco, el alma que vagaba era de la de mi tío Luciano.
– Vaga porque murió sin cumplir su promesa de probar esas rosquillas de vino tan duras que hace tía Exaltación -dijo mi primo Celestino, que era un niño bitongo.
– ¡Ni hablar! Vaga porque se negó a leer el Poema del Mio Cid – dijo mi prima Prisca, que se creía con derecho a intervenir porque acababa de venirle la regla.
Se oyó la voz de mi abuela:
– ¡No tenéis ni idea! Si el alma del tío Luciano vaga y de ello parece que tenemos datos ciertos, es porque un día se comió una gallina en pepitoria que yo le había preparado.
– ¡Bah, abuela! corearon mis sabihondos tíos y primos.
Con la cautela que me caracteriza, pensé que cuando la abuela lo afirmaba, sus razones tendría. Entonces, mi abuela, manoseando como siempre en su mano rugosa y nervuda su pezuña de ciervo engarzada en plata, desplegó su sabiduría de siglos y dijo, alzando la voz:
– ¡No sabéis de la misa la media! ¿Ignoráis acaso, berzotas, que yo hago la salsa de pepitoria con mucho picante?
– ¡Ah, entonces está claro! -dijeron todos también a coro.
Pero a la pobre abuela la habían obligado a irritarse. Porque era sabido de todos nosotros que el tío Luciano, antes de empezar el ejercicio de su profesión, había jurado, poniendo una mano sobre una historia del rey godo Sisebuto y la otra sobre un ejemplar en portugués de Os Lusiadas, que jamás comería picantes y que si tal hacía, vagaría irremediablemente por los siglos de los siglos convertido en oveja trasquilada, en magistrado de Audiencia o en buey con los cuernos de fuego. Yo no tengo la menor duda de que mi abuela era consciente de las consecuencias que podían derivar del hecho de comerse mi tío Luciano aquella gallina en pepitoria pero quizás así, secretamente y como quien no quiere la cosa, le preparaba para ostentar en el futuro la honrosa condición de alma en pena. Téngase en cuenta que mi abuela adoraba a mi abuelo y que éste aseguraba, como ya he dicho, que era este el único medio seguro de comunicarnos con nuestros difuntos y, además, que no había ningún blasón en el mundo que pudiera igualarse al hecho de tener el alma de un familiar vagando por las noches bien por los bosques, a la manera tradicional, bien por casinos y cafés, como imponía la vida moderna.
¡Mi tío Luciano! ¿Quién no había oído hablar de él? Todos le buscaban y hasta los marineros, que venían de tierras donde las pieles tienen el color oscuro del tabaco y donde los exuberantes parajes alimentan las tentaciones sensuales, dejaban sus barcos amarrados en un noray y se adentraban hasta mi pueblo, con sus papagayos, sus perros o sus reptiles horrorosos en busca del tío Luciano. Era el más famoso curandero de animales de España y aunque ya varias de nuestras colonias habían tenido la insolencia de emanciparse y proclamarse altaneramente independientes, sus habitantes, cuando tocaban nuestras costas, seguían mostrando que esa independencia era pura palabrería, ganas de hacerse notar porque en punto a la curación de los animales, la dependencia de mi tío Luciano era total. Y era esta una manera que Dios utilizaba para afirmar sus preferencias por la vieja Nación conquistadora.
Cuando cumplí los catorce años, mi tío Luciano no solo me autorizó a acompañarle sino que me empezó a instruir en sus artes. Tenía la esperanza de que yo le sucediera cuando la edad y las fatigas le obligaran a abandonar el trabajo. Recuerdo su especialidad en curar a las vacas que no podían dar de mamar a los terneros por tener aire atravesado en los pechos. Calentaba vino en una escudilla y en otra aceite que mezclaba con miel; luego les añadía tomillo, romero y eléboro y, por último, unos palos de escobajo. Cuando todo hervía acercaba a la vaca y los vahos y el humo curaban invariablemente las ubres enfermas.
Una vez trajeron de los pueblos cercanos un montón de perros, gatos, gallos y caballerías mordidos por un basilisco que, según se decía, había venido de Castilla. La luna lucía espléndida y el guirigay era enorme. Mi tío Luciano juntó a todos los bichos. Extendió los brazos como un sacerdote sagrado y vertió en un cubo lleno de leche y agua un líquido que él mismo había compuesto mezclando tomillo, flores de cantueso, copos de flores de saúco, ramas de valeriana y una vara de gamonita sin florecer. Después mojó su escoba y con ella asperjó repetidas veces las cabezas de los animales que no tardaron en ladrar, maullar, cacarear y relinchar completamente sanados.
Cansado de los animales, se hizo ligador, es decir, industriaba ligaduras que paralizaban en los hombres y en las mujeres la inclinación amorosa y los deseos placenteros. La más eficaz era la que consistía en poner un corazón de buitre bajo el lecho nupcial y leer una oración del libro de san Cipriano. Borracho de éxito, su afición al dinero le llevó a cobrar la ligadura a la persona que hacía el encargo y, después, vender a la persona afectada el remedio contra el mismo maleficio por él ingeniado, que consistía las más de las veces en una sencilla aguja empleada en coser un sudario. Jugaba pues a dos barajas, como suele decirse y arruinarse hubiera sido lo de menos. Lo de más fue que una de las personas engañadas le llevó un gato para curarle y este mordió a mi pobre tío Luciano. Yo estaba junto a él y lo vi. Pero el gato no era en rigor un gato sino Francisca, la Pardala, una bruja que para llevar el veneno se disfrazaba de las formas más inesperadas.
Cuando enterraron a mi tío, la tarde estaba lúgubremente encogida y con color de cuervo. En el cementerio, mi abuela, envuelta en su mantón negro y con la pezuña engarzada en plata en la mano, rezó con mi otro tío, el arcipreste sonrosado, una oración a san Caralampio para que Luciano, ya que había muerto tan joven, llegara a ser al menos una de esas almas en pena que envidia cualquier familia con buenos sentimientos. Y era esa oración la que, por las noticias que traía ahora mi tío Venancio, parecía atenderse desde el Cielo.