Don Lupicinio de Castejón y López Grandal, barón del Punzante Acero, secretario particular durante los ultimos veinte años del señor duque de la Alicaida Puya, se moría. Esto era un hecho lamentable pero cierto. Tan cierto que había pedido recibir los sagrados óleos.
-Vendrá el señor capellán -le había dicho su esposa, doña Gundenes, envuelta en aquella cara de complacencia que solía poner cuando soñaba con el momento en que el Señor decidiera acoger en su seno a Lupicinio.¡Y lo había soñado tanto! Exactamente, desde aquel lejano día en que se percató de que lo del Punzante Acero no era quizás un tropo pero sí una evidente exageración. Sin embargo, ahora, cuando el momento parecía llegado, percibía un vago malestar, una mortificadora desazón: estos signos, más la apagada expresión de sus ojos, incluso el blando vaivén de sus pechos, permitían inferir que el remordimiento de doña Gundenes era cierto.
-No quiero al capellán. Quiero que venga el señor obispo que administra mejor los sagrados óleos.
-¿Y tú, querido esposo, cómo lo sabes? -había inquirido con razón doña Gundenes sorbiendo la taza de camomila y ruda que tomaba a diario para aplacar su dispepsia.
-Porque es fama entre los moribundos como yo que quien realmente borda este sacramento es el señor obispo. – Y tratando de incorporarse en la cama para liberar un flato, preciado flato porque podía muy bien ser el último de su vida, añadió: ¡lo ejercitó tanto en Cuba…!
-¿En Cuba? -preguntó doña Gundenes. Para ella, Cuba era únicamente el lugar donde había muerto su primo Diego Enrique, vivo aún en su memoria, porque fue quien, poniendole obstinado cerco y rindiendo varonilmente después sus tontos melindres, la desfloró. Todavía olía la hierba húmeda y el aire ligero y azulado de aquella tarde lúbrica.
-En Cuba, querida, durante nuestra guerra contra aquellos desharrapados, que no nos agradecieron ni siquiera las enfermedades tan buenas que les llevamos. Allí alcanzó gran fama su famosa y fúnebre estrategia -don Lupicinio se volvió a recostar y, con sígnos de fatiga, continuó: al parecer, administraba los óleos correctamente a los españoles pero se los daba al revés a los mambises, de manera que deben de ser legión los que mandó al infierno. Esto le dió, es claro, gran prestigio. Y se rió malévolamente mientras su mano huesuda y lacia acariciaba a Lucinda.
La acariciaba con ternura y, si don Lupicinio no hubiera sido, como en rigor era, un moribundo irrecuperable, dijérase que sus manos traslucían una delicada pasión cuando le pasaba la mano por la cabeza, por su pelo suave y sedoso. Porque el pelo de Lucinda era, en efecto, suave y sedoso, de un color blanco impoluto y sus ojos, que no separaba un sólo momento de los de don Lupicinio, brillaban como esas estrellas que lucen en las noches claras y quietas del otoño. Tenía el cuerpo menudo y su ladrido, infrecuente, era un ladrido quedo, como un susurro apacible y sensual. Lucinda era en rigor la cuarta Lucinda porque tres Lucindas anteriores habían muerto en las manos trémulas de don Lupicinio, que las lloraba durante días y días hasta que una nueva Lucinda venía a ocupar el hueco dejado por la anterior y don Lupicinio recuperaba el buen humor y se le oía tararear la cavatina de Figaro en el Barbero de Sevilla y cuando decía aquello de Ah, che bel vivere, che bel piacere! daba grandes voces y el colodrillo se le iluminaba como farolillo de verbena.
Desde aquella jornada de su primera agonía, en aquellos momentos en que don Lupicinio había recibido los sagrados óleos de manos del señor obispo y en que casi se había podido ver al Señor entre fulgurantes rayos tendiéndole la mano para ayudarle a vadear el tenue rio que nos separa de la eternidad, doña Gundenes había sentido una gran zozobra. Le mortificaba la imagen de su hijo Lupicinito, agitando sus manos pequeñas y sonrosadas desde el estanque en que se había ahogado, justo momentos antes de tomar la primera comunión. Pero luego, don Lupicinio se recuperó y volvió la paz al espíritu de doña Gundenes. Pensaba entonces lo que nunca había dejado de pensar: que sin Lupicinio, sin sus flatos y sus mal entonadas cavatinas y su odiosa perra, ella, Gundenes, viviría a sus anchas y libre.
Pero Lupicinio estaba empeñado en amargarla con una agonía cada cuarenta ocho horas. Cuando esta se producía, todo en la casa se volvía patas para arriba: los criados iban y venían, el médico enredaba, se arracimaban las visitas, alegres por el olor a muerto, ella se agitaba, encargaba flores, se acordaba de Lupicinito, con su carita morada al salir del estanque, yerto en los brazos de aquel invitado, rezaba como una aventada, reclamaba tisanas, eructaba a la sordina y, entonces, don Lupicinio volvía a recuperarse, sonreía con su cara bobalicona, acariciaba a Lucinda y esta meneaba su rabito, muerta de gusto. Así una y otra vez. Gundenes llevaba varios meses sin salir de casa pues ni a la iglesia iba ya que un sacerdote del servicio domiciliario oficiaba el santo sacrificio en la habitación del barón moribundo.
Sus sentimientos femeninos y enrevesados libraban, como ejércitos bien aparejados, una dura batalla interior: por un lado, estaba desesperada por la remolonería que ponía Lupicinio en desprenderse de sus deshidratados pellejos y si se hubiera muerto en la primera agonía, que había sido por cierto la mejor de todas, la más cabal, quizás no se hubiera afianzado aquel otro sentimiento que la inducía a liberar su conciencia desvelando a Lupicinio lo de Lupicinito. Se daba a sí misma razones en pro y en contra. Si el no lo sabía, moriría tranquilo pero ella viviría con el sentimiento del engaño enroscado en su corazón porque los sentimientos, cuando son auténticos sentimientos, propenden a enroscarse de la misma forma que se enroscó la pérfida serpiente en el árbol del Paraiso. Como estaba creciendo su rencor hacia él por el interminable juego del escondite que se atrevía a disputar con la muerte y porque le importaba mucho más su tranquilidad futura que el disgusto que podía dar a un moribundo, que tan poco caso le había hecho, se decidió.
Una buena mañana, después de saborear una copa de vino de Oporto muy seco para tomar fuerzas, entró en el cuarto de Lupicinio, que olía a vinagre y medicinas y se acercó a la cama. El barón del Punzante Acero estaba justo lo despierto que está permitido a un moribundo. Se sentó junto a él y dijo:
-Lupicinio, Lupicinito … -se quedó cortada.
-¡Pobre Lupicinito! ¡Tan guapo como era y tan bien vestido como estaba aquel día!
-Lupicinito, Lupicinio, no era … ¡no era tu hijo!
-¿Que no era mi hijo? ¿Que no era el heredero del baronesado del Punzante Acero?
-No, Lupicinito, Lupicinio, era hijo de Bastián…
-¿Bastián? ¿Quién es Bastián?
-Bastián es don Sebastián, el duque de la Alicaida Puya.
-¿El duque a quien yo he servido tantos años, tú y él…?
-Yo y él. El y yo. Sí. Durante años. Como eran tan espaciadas tus acometidas …
Entonces, el barón se echó a reir estrepitosamente. De manera que el duque le tenía ocupado para retozar con Gundenes. Tomó con sus manos lívidas las butirosas de su esposa y le dijo:
– Pues has de saber, Gundenes, que si yo acometía muy de tarde en tarde, es porque me he encontrado más que satisfecho -y dirigiéndo una mirada encandilada a Lucinda- ¿verdad, Lucinda querida?
La perra movió el rabito y emitió un breve sonido obsequioso.
– Durante años, Gundenes, durante años…Bien sé que la Santa Madre Iglesia castiga el derrame en indebido vaso pero cuento con la absolución del señor obispo. Y con precedentes: ¡acuérdate de los amores de Leda y el cisne de los que nacieron nada menos que Cástor y Pólux!
Una criada de moño alto, que había entrado en el cuarto y presenciado involuntariamente la escena, lo confirmó desde la puerta a doña Gundenes:
-Más de una vez los ví, señora. Complacía al señor barón hacerlo revestido con el hábito de Santiago.
Gundenes mató a Lucinda. Lupicinio mató a Gundenes. Y unos días después, Lupicinio, aprovechando una de sus frecuentes agonías, se murió.