La publicación en Francia de un libro cuyo título es «la tercera mujer» ha desatado una intensa polémica porque el autor (un señor llamado Lipovetsky que ya son ganas de llamarse malsonante) sostiene que ha nacido en esta última parte del siglo un nuevo tipo de mujer: más libre, emancipada de antiguas servidumbres, que sabe convivir en régimen de igualdad con el hombre, pero todavía firme en el cultivo de ciertos valores que se mantendrían como típicamente «femeninos». Naturalmente, las feministas se le han echado encima, en términos dialécticos claro es, dedicándole los epítetos menos lisonjeros que la lengua francesa ofrece.
¡Cualquiera se atreve a entrar en semejante debate! No seré yo quien lo haga limitándome a constatar que desde hace muchos años las mejores notas, en mi cátedra, las obtienen invariablemente las mujeres. Ahora bien, esta realidad no es obstáculo para que me rebele contra ciertos inventos como es el caso del nuevo ingenio urinario destinado a la mujer y aireado estos días por los periódicos: a partir de ahora, cuando las señoras deseen aliviarse, ya no tendrán que sentarse porque una taza, cuya parte superior es parecida a una silla inglesa de monta a caballo, provista de un orificio en forma rectangular para el desagüe, les permitirá hacer aguas de pie, como los machotes. El artilugio ha sido diseñado por una talentuda holandesa, así que el recio y entrañable Roca se verá desplazado en breve por un apellido melifluo y peregrino.
Esto es lo que me parece un despropósito y un exceso. Porque todos los hombres convendrán conmigo que una de las más perversas servidumbres que nos vemos obligados a sufrir es precisamente la de mear de pie. ¿Se puede comparar algo al largo y sostenido placer de una consoladora y frutal meada, sentado, relajado y, si es posible, con el ABC entre las manos? ¿Hay, entre los pequeños y delicados placeres, sensación más grata? El hecho de que los machos meemos de pie no es más que una molesta costumbre que procede del papel que hemos desempeñado a lo largo de la historia en la sociedad. A la pobre víctima que tiene que trabajar fuera de casa para sostener la familia, que tiene la vida amargada por la oficina o el taller, que anda siempre con prisa, con la cabeza puesta en el próximo empeño, se la educa, como una muestra más de la crueldad social, en la técnica evacuatoria que podríamos llamar de urgencia, de rápido desenfunde y apresurado procedimiento. Es decir que si desde siglos meamos los hombres como meamos, de forma atolondrada y sin prestar atención a tan destacado trance, es como una exigencia de las necesidades económicas, un tributo que pagamos al producto interior bruto y a las peores macromagnitudes. Pero, señores, ¡qué tributo! Es un tributo de orina acelerada, a escape, una acción irreflexiva en la que ha desaparecido el trámite y el trámite es, no lo dude nadie, lo que nos ha hecho seres superiores en el orden de la Creación.
Compárense ahora estas lamentables maneras con la pausada forma en que la señora, hasta hace bien poco un ser indiferente para los índices de la riqueza nacional y las carambolas de la estadística, se sentaba en casa, tomaba una novela, y así bien despacio, con el tiempo como benévolo aliado, mitigaba sus exigencias de una forma morosa y devota.
Pues esta forma superior de conducirse en la vida es la que se quiere suprimir ahora y es contra la que todos debemos rebelarnos: las mujeres porque deben ser conscientes de que se trata de una forma sutil y despiadada de encadenarlas al proceso productivo, y los hombres porque debemos reclamar urinarios en la posición sedente, que es lo distinguido y caballeroso, como una forma excelsa de liberación y de progreso. Mear sentado es cosa de dandys y a esta superior condición debe aspirar todo el que desee ser feliz. Así como Proust puso el tiempo lento en la novela, echando el freno a la narración desbocada precedente, así la taza tradicional pone ritmo de cuajo a nuestras necesidades. ¡Loor pues a la taza!
Lo contrario, es decir, alentar la prisa sería además contradictorio con la elegancia de nuestros actuales cuartos de baño. ¡Qué distancia del escueto retrete de nuestros antepasados, qué abismo de la triste columna mingitoria, qué lejanía de la castrense letrina! En el pasado medieval, oscuro y maloliente, no existía una estancia en las viviendas dedicada al trance evacuatorio a no ser que se tuviera por tal el establo o el campo fragoso. Hay que esperar al siglo XIX para que se aísle una habitación con tales fines y en Madrid tuvo tal fama la del marqués de Salamanca que hasta la propia reina Isabel II acudía allí a expeler sus muy reales pises. Serán los americanos quienes, ya en este siglo, inventen el lujo, el gran confort de la hora secreta. Hoy, un cuarto de baño es algo a medio camino entre el laboratorio, el taller del repostero y el santuario.
Por eso se merece que, en el concierto de nuestra vida, le dediquemos la dulzura del adagio, la gozosa quietud del tiempo largo.