¿Cómo voy a saber si era realmente cierta la historia que me contó aquel pobre cuitado que, como yo, se encontraba, cuando nos conocimos, a la espera de nuevas diligencias y pruebas en aquellas frías y húmedas mazmorras de la Sala de Alcaldes? Nada se puede saber de cierto pero como en mí despertó el interés, no me parece ocioso dejarlo escrito para conocimiento general o al menos para que, dentro de varios siglos, un pelmazo, asentado en las tierras del norte de España con pretexto de enseñar Derecho, llamado de primer apellido Sosa y de segundo una cosa muy rara, pueda contarlo y quizás presentarlo el muy tunante como propio, que no sería la primera vez que cometiera tal atentado al recto uso de la inteligencia.
No era muy alto pero estaba muy bien conformado. Se llamaba Ignacio y tenía belfo. Por si esto fuera poco, sus ojos eran claros. Hablaba bien, meneando mucho los brazos, sabía leer y escribir y vestía jubón de piel y ropilla de cierta calidad. Había sido, hasta su prisión y encierro, mozo de cámara de la casa de los barones de Mendinueta. Como todo el mundo sabe lo menguadas que andaban las arcas de la casa de Mendinueta, a nadie le extrañará que Ignacio tuviera que hacer, además, de cocinero de la servilleta, de especiero y hasta de galopín, que era lo que menos le gustaba por considerar muy sucio aquello de desplumar aves y quitar escamas a los pescados. No se avino, sin embargo, arriesgándose mucho por esta su desobediencia, a practicar el concúbito con el hijo mayor de la noble familia de Mendinueta, un hombretón metido en la cuarentena que le ofreció un buen día, entre arrumacos, su zaguero orificio «para que en él se derramara», según palabras del heredero de la baronía. No consintió Ignacio porque no cultivaba aquellas inclinaciones, de siempre condenadas y porque tenía a la sazón acceso carnal con la muy en sazón mujer del mismísimo sumiller de oratorio de palacio. El noble hubo de desistir, atemorizado ante la posibilidad de acabar ante el Santo Oficio, si su poco higiénica y aun torpe propuesta era conocida.
Pero Ignacio tenía asuntos más importantes en la cabeza que los derivados de sus desahogos con la sumillera a quien, en rigor, Ignacio se limitaba a utilizar porque (razonaba) si había de practicar el coito con nadie mejor que con la mujer de un sumiller de oratorio, el sueño en realidad de todos los que hemos sido jóvenes, sobre todo en la edad del máximo vigor. Sin embargo, a medida que cumplía años, a Ignacio se le hacía más insoportable trabajar como cocinero de servilleta o especiero y mucho más como galopín.
Sobre todo, si se tiene en cuenta de dónde venía. Porque la madre de Ignacio había comenzado la carrera que la había llevado a ser nada menos que la hetaira María de Arjonilla, pues de aquella villa era oriunda, hacía muchos años como modesta pécora de una mancebía de Jaén. Pero María era ambiciosa y al poco pasó a ser un pendón en la Corte de los de renombre. De tanto renombre que llamó la atención del muy noble señor de Torrepalma, muñidor de cofradías, quien la vinculó en exclusiva a su propia lujuria como se vinculan las tierras y las dehesas y sólo cuando este virtuoso caballero la abandonó, volvió María a ejercer su oficio sin hacer distingos en el rango, la sangre o la raza de quien con ella holgaba. Su extraordinaria belleza y su madurez como mujer, pues entonces andaba por la treintena, la hicieron ascender rápido en las jerarquías del oficio y de la condición de vulgar buscona, a la que tuvo que reducirse tras el incalificable abandono del de Torrepalma, pasó a furcia cuyo nombre era pronunciado con respeto y de ahí se elevó, cierto que con esfuerzo y sacrificios porque estas cosas no suelen ser gratuitas, hasta llegar a ser la codiciada hetaira María de Arjonilla, propietaria de la más surtida mancebía de la Corte. Todavía hoy se la recuerda como se recuerda a los gloriosos hombres de nuestro pasado: al príncipe de Eboli o al cardenal Cisneros. Tanto fue su poder que en las épocas en que al difunto rey, el cuarto Felipe, le daba por clausurar las mancebías, toda la Corte sabía que la de María de Arjonilla seguía abierta de forma que sus servicios no se interrumpían ni se negaban a nadie como no los niega el médico a quien el doliente reclama o el clérigo a quien se llama en demanda de un buen sacramento.
A la mancebía, rebozado, acudía el cuarto Felipe y aunque como todo buey viejo buscaba cencerro nuevo, no tardó en caer subyugado por la madura belleza de María y sobre todo por sus artes, aprendidas y cultivadas a lo largo de los años con el mismo esmero que pone el miniaturista al manosear el oro molido. Y molido quedaba su católica majestad después de ser manoseado unas horas por la de Arjonilla. Hasta que a ésta se le ensanchó la cintura y se le hincharon los pechos y la desaparición de aquella sanguina que todos los meses la retiraba unos días del público ejercicio, le pusieron de manifiesto que había quedado encinta. ¡Embarazada del Rey! Porque a él sólo se consagraba desde que con el yació por vez primera como si Madrid fuera Itaca y una nueva Hécate la hubiera transformado en una rediviva Penélope.
A poco nació Ignacio, que creció con ciertos cuidados prodigados a distancia y con extremada discreción desde los reales alcázares. Un mal día y mucho tiempo después de que el rey la dejara de visitar, murió la gloriosa hetaira, víctima de las copiosas comidas a las que se había aficionado: varios pavos asados calientes, dos docenas de bollos maimones, tres cazuelas de pies de puerco con guarnición de piñones y un canastillo de frutas confitadas a la italiana la condujeron a un soponcio del que salió para entrevistarse con el juez supremo.
Cuando Ignacio se percató de lo encumbrado de su linaje y lo humilde de su trabajo, se indignó. Tanto más cuanto que por aquellos días, que eran de la privanza del confesor Nithard, otro bastardo, don Juan José, se permitía el lujo de ser la esperanza de la Corte y del pueblo pues le decían en coplas: «vuelva don Juan, vuelva luego/ que en fin es hijo de casa/ y es el cariño más cierto». Ignacio se preguntaba estupefacto qué tenía aquel Juan José que a él le faltara y si era hijo de la Calderona, él lo era de la de Arjonilla y además tenía belfo, para mayor seguridad. Don Juan José no tenía belfo o, si lo tenía, era un fracaso de belfo. Y empezó a cavilar la forma de ganar la partida a aquel hermano que, en el colmo de la infamia, ni le recibía ni siquiera le contestaba a las muchas demandas que al efecto Ignacio le hacía llegar.
Fiándose de la mucha fama alcanzada y también, todo hay que decirlo, de que era el camino más fácil, recurrió a la firma de brujas «Canidia y Gratidia» para que le hicieran un buen mal de ojo al bastardo de la Calderona. La más terrible de todas, una hechicera de ojos verdes, fue al encuentro de don Juan José después de haberse tomado su famoso brebaje, aquel brebaje del que tanto se hablaba, compuesto de orín de moro, zumo de naranjas, flujo blanco de negra, su poquito de azogue y su chispita (¡sólo una chispita!) de sal. Así aparejada, fue al encuentro del bastardo y le miró. Pasó el tiempo y el aojado, lejos de responder al tratamiento, aumentaba su éxito y lograba mayor estima de todos. Cuando Ignacio pidió cuentas a la bruja de los ojos verdes, ésta utilizó la excusa más clásica, la que no se cree ni un niño: la de que se le había olvidado echar a la pócima tierra de la sepultura de un judio. ¡Valiente disculpa! se dijo Ignacio que sabía que aquella tierra nada añadía pues lo que de verdad hubiera servido, a saber, el agua bendita robada de una iglesia, aquella bruja no quería emplearla pues tenía sus escrúpulos y no le gustaba jugar con objetos del culto.
Tras este fracaso, entró en acción Ignacio en persona. Aprovechando una partida de caza en Colmenar a la que asistiría su hermano, construyó una trampa en el suelo consistente en un gran hoyo desde el que dispararía y le serviría luego de refugio, disimulado con unas enormes ramas. Entre los nobles y caballeros, divisó a don Juan José y cuando creyó que podía acertar, disparó acabando con la vida… de un hijo de los de Navamorquende, el menor que además era una birria
Se organizó la búsqueda del asesino desplegándose al efecto por las inmediaciones del lugar los nobles y los criados que con ellos llevaban. Resultó que un fámulo, más bien atontado, vino a caer justo en la trampa donde se hallaba escondido Ignacio, al que quedó abrazado en la caída.
Ignacio no llegó a comparecer ante los jueces pues el buen Dios se apiadó de él y le envió unas tercianas estupendas.