Escenas históricas XXIII: Banderías

Al principio se creía que la situación no era angustiosa. Que se trataba de algo pasajero y que, como en tantas otras ocasiones, pronto se restablecería la normalidad y, con ella, las venturas para todos. La culpa la tenía el Manco, que solía decir:

-Nos moriremos todos de hambre y nos comerán esos cuervos enormes -y señalaba al cielo donde no había cuervo alguno.

Pero, claro, el Manco no tenía prestigio alguno en sus vaticinios porque gozaba de una bien ganada fama de cenizo. No porque fuera manco, que no lo era, sino porque tenía el labio leporino y no había besado en toda su vida más que a Hilaria y eso una sóla vez hacía muchos años. Pero besar a Hilaria estaba absolutamente desprestigiado porque Hilaria tenía más bigotes que un alcalde de la Santa Hermandad. Al Manco le llamaban el Manco porque era hijo de Manco. Su padre fue el auténtico manco. Un manco de postín porque le faltaba, en efecto, un brazo como era su obligación pero el otro, por estética, lo tenía muy cortito. Por sólo esa razón, su hijo también fue llamado primero «manquito» y, cuando ya los años se le iban echando encima, se le ascendió a «el manco». Por respeto. Pero era, al contrario que su padre, un falso manco porque tenía los dos brazos, endebles es verdad, poco musculosos pero brazos al fin y a la postre.

Si este personaje ha quedado en la Historia, siendo como es de escaso relieve, es porque era él quien aseguraba con vehemencia las inminentes desgracias. Nadie le hacía caso y cada quien seguía a lo suyo. Mirando al cielo, interpretando cualquier alteración en la dirección del viento o el paso de una bandada de pájaros, la simple caída de un nido y hasta un modesto maullido como signos inequívocos de un cambio de tiempo. Es decir, con esperanza.

Hasta que se hizo evidente. Llevaba sin llover más de cinco meses, se acercaba el tiempo de la siembra, la tierra ofrecía unas grietas que semejaban la horrible mueca de una máscara de carnestolendas, los gorriones llegaron a acudir por cientos a un charco de orín, confundiéndolo con agua, que había dejado el niño Trinidad a la puerta de la casa de don Olivante, el regidor perpetuo. Las vacas apenas si daban leche, las habas habían subido una buena porción de reales, el copín de escanda por las nubes y el trigo y el maíz pronto estarían al alcance tan sólo del prebendado de san Zósimo y del comisario de remates, que tenía una nariz semita que le delataba.

La desolación se hizo evidente pero el Manco no se vanagloriaba porque coincidiera todo ello con lo que él había anunciado sino que sufría con los demás hasta que… cayó enfermo. Unas fiebres terribles le consumieron en menos de tres días. Se le lloró pero Sixta, que era muy gorda y muy devota de Santa Librada y que le hubiera gustado perder el virgo en cualquiera de las romerías a las que había asistido pero que lo conservaba intacto, dijo después del entierro del Manco:

-En el hoyo el gafe, lloverá.

El que todo lo dispone, la castigó. La siguiente en buscar el blando cobijo de la tierra fue ella, la Sixta. A cuestas con su virgo y con idénticas fiebres. Su entierro fue como cuando el director de la orquesta anuncia con la batuta el primer compás: la señal de salida. Cuatro, la primera semana; diez, la siguiente; casi cuarenta al finalizar el mes llevaron la certidumbre a todos y el primero a don Avelino, el médico que había sido forzudo de circo en su juventud, que se trataba de una epidemia de fiebres perniciosas. Don Avelino iba de un lado para otro a lomos de su mula como un médico antiguo pero cuando llegaba a las casas solía coincidir con el prebendado de san Zósimo que acababa de administrar los sagrados óleos.

Fue este justo varón, que despedía invariablemente un fuerte olor a pies pero que era un santo, quien lo advirtió:

-Sequía espantosa y además fiebres epidémicas, castigo del Altísimo. Et quid pro illo (esto lo solía decir aunque un día algunos advirtieron que desconocía su significado), se imponen rogativas públicas.

Ni una sóla voz discutió la más que sensata propuesta del prebendado. Se le quitó el polvo a la imagen de san Zósimo, al mismo prebendado se le vio junto al rio con los pies introducidos en una vasija de arcilla durante sus buenos cinco minutos y se prepararon los salmos, versículos y letanías a entonar durante la procesión.

Todo estaba pues a punto. Hasta que apareció quien nunca decía nada: el abad del convento de los trapenses. )Apareció por ganas de enredar? En absoluto. Apareció porque se les había muerto el definidor provincial en cuatro días sin que pudiera nada contra las fiebres el metacarpo de san Gerásimo que le habían colocado junto al lecho. Y lo dijo bien clarito:

-Aquí se saca en procesión la preciosa talla de Nuestra Señora de la Trapa.

Al principio, el prebendado de san Zósimo no se lo creía y siguió con sus preparativos como si nada ocurriera. Sólo admitió la realidad y, sobre todo, percibió el peligro que se estaba creando cuando comprobó que había algunos vecinos que estaban de acuerdo con el abad. Lo oyó en un corrillo:

-San Zósimo no pinta nada en el cielo.

Menos mal que alguien contestó esta bravata:

-A dos terneritos, para el Corpus hará un año, les salvó la vida una novena que le hice.

En las discusiones ya participaban todos: chicos y grandes, ancianos y jóvenes. Por las mañanas había calma y se dijera incluso que nada pasaba pero por las tardes prendía la llama de la porfía. Los domingos, a la puerta de la iglesia y como si la misa hubiera sembrado la discordia, se encrespaban los ánimos de una forma incompatible con el respeto debido al lugar sagrado y al sacrificio vivido. Al cabo, se pasó de la incruenta disputa verbal al intercambio de bofetadas, soplamocos y dolorosos mojicones. Hubo incluso quien se auxilió de los aperos de la labranza para dotar de mayor fuerza a sus argumentos. Los zosimistas eran más brutos, todo hay que decirlo, aunque el prebendado denunció a la santa Hermandad excesos de los trapenses. Y estos a su vez de los zosimistas.

Que se imponía buscar un árbitro era una convicción que, a medida que pasaba el tiempo, se extendía más entre las gentes de mejor juicio. El problema estaba en la persona porque recurrir al señor regente de la Audiencia se le había ocurrido a todo el mundo pero no era posible porque se había pronunciado muy pronto (y en público! por la Virgen de la Trapa. Cuando nadie lo esperaba porque si de algo pecaba, al menos su familia, era de su extremada devoción a san Zósimo.

Se recurrió al obispo, que oyó al abad primero y al prebendado después. Con suma atención y delicadeza, según reconocieron ambos. Pero, cuando todos esperaban su decisión, pronunció un «non liqueo», es decir, no resuelvo porque «para un pastor todos los bienaventurados son iguales».

¿Quién se acordó del comisario de cera, una persona humilde pero intachable y de quien no se conocían preferencias explícitas? Nadie lo recuerda pero a él se acudió. Pidió reflexión para resolver en justicia y con gran ceremonia escuchó a las dos partes en litigio.

El día en que se esperaba su veredicto, del cielo caía una lluvia mansa. Fue don Avelino, el médico que había trabajado como forzudo de circo, quien cayó en la cuenta: el único entierro habido en las últimas cuatro semanas había sido el de don Constante, a quien el Señor llamó a gozar de su gloria a la edad de ochenta y seis años.

 

 

Publicado en: Blog, Soserías

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