Traductores

Antes, mucho antes que los políticos gestadores de la Europa hilvanada y alicatada de reglamentos, está el traductor abatiendo las fronteras, allanando las montañas de los idiomas con la piqueta de su arte y dejando expedito el camino para el gran abrazo de las culturas. Europa sin Shakespeare, sin Goethe, sin Tolstoi o sin Cervantes no pasaría de ser un entretenimiento de la geometría, pasatiempo de topógrafos, porque son esos hombres y sus obras los que le prestan el gozne, la conformación ósea que le permite caminar erguida. Sin sus grandes artistas, Europa sería amasijo, confusión, un revuelto de geografía y supersticiones.

Siendo los idiomas las barreras que un dios colérico mandó construir con la torre de Babel, son precisamente los traductores quienes han tenido la gallarda osadía de desafiar a ese dios sin razones para conseguir que el mundo sea uno y que el pan de la cultura se distribuya equitativamente entre todos los mortales como la gran eucaristía que es. Sin la traducción de Montesquieu o del Lazarillo los humanos andaríamos medio ciegos, a tientas, tropezando y tratando de inventar un mundo ya inventado y descubriendo cada mañana el mediterráneo de las grandes pasiones humanas y es que sin Otelo amaríamos peor, sin Balzac no entenderíamos nada, y ya sin Virgilio todo a nuestro alrededor sería sencillamente silencio, silencio de muerte, la frialdad de la dura piedra de la ignorancia.

El traductor desnuda a la gramática y debela a la filología, el traductor manda sobre las palabras y les ordena que sean habitadas por espejos vivientes, por cristales que nos devuelven mil reflejos.

El traductor hace el milagro de dar la vida a la obra que está muerta para millones de seres humanos, poniéndola en pie a base del mimo de su esfuerzo y de las caricias de sus adjetivos y de sus verbos. El traductor es un cirujano incruento que maneja los preciosos trebejos del diccionario y la sintaxis a la luz del ritmo y del sentimiento poético. Su casa es un taller mirífico en el que entra un jeroglífico y sale una novela. ¿Hay milagro más consistente? ¿Hay prodigio más exaltante? Ramón Gómez de la Serna, cuando hace el retrato de Ilya Ehrenburg, escribe que ha visto la traducción de una de sus obras al japonés, lo que la ha convertido «en un largo tapial de enredaderas». Enredaderas para Ramón; rayos limpios de la claridad literaria para el lector de Osaka. Porque este es justamente el cometido del traductor: desenredar lo que está enredado como un desovillador que trajera su arte desde la lejana región de las musas juguetonas.

Si hay quien se empeña en poner barreras entre los hombres, así los ejércitos, así las religiones, el traductor está ahí para desbaratarlas con tranquilidad, sin estrépito, enarbolando la sencilla bandera del arte y desplegando las luminarias de los versos.

El traductor posee además el encanto del bohemio porque como su obra es silenciosa y no se advierte más que por los mejores, tiene el aire del exiliado que sale de su patria a escondidas, del peregrino que anda leguas y leguas para postrarse ante la imagen venusta del idioma. No es una casualidad que la gran bohemia literaria de principios de siglo en España estuviera llena de traductores siendo el más conocido de todos ellos Cansinos Asséns: ¿alguien se imagina qué sería de nosotros y de nuestra literatura sin las traducciones de Cansinos en los años veinte de este siglo? Cansinos dominaba el francés, el alemán, el ruso … y eso fue un gran bien para todos aunque el malvado de Alejandro Sawa (otro traductor) dijera de él que estaba dispuesto a cambiar todas esas lenguas «por una lengua a la escarlata». He ahí bien reflejada el alma de bohemio del traductor, su hambre consistente y desafiante, hambre de literatura pero también hambre de un buen jamón, y esto es lo que le hace ya irremediablemente simpático y entrañable, una criatura de lo mejor de nuestras entretelas.

Por si todo esto fuera poco, el traductor tiene algo de deshollinador y mucho de desinfectador. Quita los humos de la incultura y abre ventanas, limpia de polillas, de miasmas, purificando el ambiente al llenarlo de palabras que son como las ostras porque traen dentro la joya de una música que sólo el poeta sabe encontrar.

Y, encima, lo hace con modestia y así como el músico que interpreta la obra ajena tiene la desfachatez de poner su nombre con los mismos o mayores caracteres que el del gran genio creador, el traductor se esconde en una página del libro que nadie lee como el niño que acaba de hacer una travesura se refugia en un rincón.

Alma humilde, alma de monje silencioso y servicial. Ímpetu, sin embargo, de coloso pues que ha sabido enfrentarse a los mandatos divinos desmontando como quien no quiere la cosa y a base de emociones, ensueños y ayunos las piedras de la iracunda torre bíblica.

 

(Hace años escribí esta Sosería y se la dediqué a Julio César Santoyo).

Publicado en: Blog, Soserías

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