La agitación,las habladurías,las interminables murmuraciones,los enredos,el chismorreo que todo lo envevena y corrompe venía de muy lejos; ocurría, sin embargo, que nadie tenía el coraje suficiente para tomar una iniciativa, nadie se atrevía, como suele decirse, a echarle al otro el gato a las barbas.
Por eso, cuando Antoñita la misteriosa se decidió a transmitir por todos los rincones la convocatoria de una reunión, se dividieron las opiniones: había quienes estaban de acuerdo sin más, quienes no estaban en absoluto de acuerdo y quienes lo tomaban como una muestra más de la insufrible altanería de la convocante que se creía descendiente directa poco menos que del rabo de Satanás. Pero al final, todos o prácticamente todos, decidieron asistir. Hubo los recalcitrantes de siempre que fuera por obstinación común fuera porque tenían viejos pleitos con Antoñita la misteriosa, no acudieron. Pero, a decir verdad, eran los que menos peso tenían, pelafustanes, pobres diablos.
El discurso (si así se puede llamar) de Antoñita la misteriosa no fue brillante porque no era una oradora ni tenía por qué serlo. Pero consiguió, en medio de aquel tumulto, lo que ella pretendía. Porque tumulto había y grande. Antoñita la misteriosa había intentado, al menos, asignar asientos, establecer un cierto protocolo pero tuvo que desistir ante las reticencias, ante las incomprensiones de unos y de otros. Que tenían la mejor intención, quién lo duda, pero que consiguieron crear el galimatías que se creó. Sin embargo, Antoñita la misteriosa se salió con la suya en lo tocante a la decoración. Sólo permitió, y esto fue aceptado porque se vió como lo más natural, una decoración sencilla, que a todos unía: el macho cabrío sentado en un trono dorado con cinco cuernos, uno de los cuales estaba encendido y de él tomaban luz quienes se incorporaban a la reunión.
¿Cuál fue la tesis sustentada por Antoñita la misteriosa? Muy resumidamente expresada consistía en proclamar dos exigencias que, en rigor, eran elementales. Una, la inaplazable necesidad de acotar competencias, que nadie transgrediera; otra, la creación de unas pruebas de ingreso que acabaran con tanto aficionado, con el intrusismo existente, incontrolado como todo intrusismo.
Esto último gustó pero la primera propuesta irritó, como ya esperaba Antoñita la misteriosa, a quienes tenía que irritar:a los de menor rango,a quienes no podían exhibir una formación amplia. Y se armó la bronca.
Primero tomó la palabra una pobre saludadora.Dijo:
– ¡Vosotras quereis los sacrilegios gordos, los encargos más caros!
– ¡Quereis prohibirnos los ungüentos!
Quien así habló, gritó más bien, fue una emplastera con muy poca clientela, por no decir ninguna.Hacía gracia oirla defender sus ungüentos cuando todo el mundo sabía que se equivocaba siempre y que, en una ocasión, había llegado a mezclar sesos de corregidor con vello de axila del ama de un clérigo y le había salido una chapuza inservible como todas las chapuzas. Lo único que manejaba bien era el aliento y la saliva pero no pasaba de ahí. ¿Iba con esta formación a respaldar las propuestas de Antoñita la misteriosa?
Terció una aojadora:
– ¡Nos quieren arruinar! ¡Quieren implantar la dictadura de las brujas!
Aprovechó la ocasión un grupo cuya única habilidad consistía, y todos los presentes lo sabían, en saber guisar una excelente carne de ahorcado aderezada con eléboro blanco:
– ¡No lo consentiremos!
– ¡Abajo las brujas!
– ¡No a las diferencias!
Entonces, se oyó una voz varonil. Era un curandero de huesos, de luenga barba y espumado en salivas, que tenía también sus razones para temer las consecuencias de la propuesta de Antoñita la misteriosa. Dijo:
– De siempre, los hombres hemos estado en este oficio sometidos a las mujeres alterándose de esta forma lo que es el orden natural querido por Satanás…
No pudo continuar. Las mujeres saltaron sobre él y si no lo despedazaron fue porque Antoñita la misteriosa lo transformó en una ladilla que tardó el tiempo de un conjuro en buscar seguro cobijo en los pelos de la verruga facial de una adobadora de doncellas y vendedora de acericos que estaba en un rincón dando más suspiros que una beata.
Antoñita la misteriosa, que sabía que cada sendero tiene su atolladero, mostró entonces su habilidad diplomática explicando que estaba en juego el futuro de todos, la consideración de la sociedad pues, de seguir la confusión existente, nadie les haría caso y la ruina vendría sin hacer distingos. Serían el hazmerreir y los sacristanes y los curas caerían sobre ellos sin compasión alguna. Se había ido trampeando pero la situación era límite: o se ponía orden o debían prepararse para acabar empicotados.
-Propongo -dijo- que se respeten las categorías y que nadie se entrometa en negocio para el que no cuente con la debida preparación. Hay que reservar las actividades que exigen mayores conocimientos y poderes a las brujas y a los brujos, que a partir de ahora no podrán confundirse con los simples fabricantes de ponzoñas y maleficios. Tendrán la exclusividad sobre las grandes metamoforsis (transformaciones en carneros o en buitres), la provocación de tempestades para perder navíos, los polvos contra campos y bestias y las prácticas de vampirismo. Los maleficios contra personas individuales se harán por hechiceros o hechiceras y se prohibirán las recetas contra maleficios que tanto abundan a base de azúcar rosada, ruda e hiniesta porque perturban el buen hacer de los compañeros…
-Eso, eso -dijo una hechicera que había conocido las plumas y la coroza.
Vendrán después -prosiguió Antoñita la misteriosa- las alcahuetas que ejercerán sus habilidades de tercería sin confusión posible con quienes sean simples reedificadoras de doncellas o remendadoras de virgos. Cada cual hará lo suyo y nuestra madre Hécate nos ayudará a todos. Vendrán por último los emplasteros, los saludadores, los adivinos y los aojadores que se contentarán con pequeñas brujerías y con alguna que otra cópula carnal con el Demonio. A cambio, cada uno de estos grupos examinará y autorizará el ejercicio de los nuevos y así habremos inventado los colegios profesionales que en los siglos venideros tanto juego van a dar.
Esto último gustó mucho a los presentes y rompieron en aplausos. Antoñita la misteriosa lloraba y se le corría el albayalde y el clarimente.
-Un deber común debe unirnos: el de perseguir a las simples histéricas y a los contemplativos que se limitan a adorar todo el tiempo a Satán sin hacer nada de provecho porque confunden a nuestros clientes.
Este nuevo orden,que se celebró en un Sabbat extraordinario donde todos pudieron besar al Diablo en el trasero, se mantuvo poco tiempo. Pronto revivió la vieja confusión de menesteres confirmándose así las negras profecías de Antoñita la misteriosa, tal como ella misma me explicó, como colofón de su relato, cuando se me apareció esta mañana, pobre, canosa escabechada y cebada de siglos, a ofrecerme un filtro que me permitiera saber si estoy encantado o es que soy simplemente idiota.