Cuando al levantarse comprobó que en ninguna de las gavetas de su escritorio, el famoso escritorio chapeado de concha de tortuga, ni en los cajones de la mesa se encontraba el libro (en cuarto) que le servía para anotar lances consumados y lances en proyecto, miró, con la esperanza ya perdida, en el arca. De nada sirvió tampoco, tal como se había temido, el registro que ordenó hacer en toda la casa a sus criados. Si el libro no aparecía y había estado escribiendo en él poco antes de que llegaran los invitados a la cena resultaba claro que el libro había desaparecido durante la cena o después de la cena. El señor conde del Asiduo Jolgorio maldijo el asqueroso siglo XVII, un siglo exhausto, tan superficial y con tan desfallecientes destellos de imaginación que ni siquiera se le había ocurrido crear a Sherlock Holmes. Mucho auto sacramental, mucha comedia insulsa, mucha poesía huera pero poca cosa útil. Como estaba acostumbrado a ser paciente porque todo lo organizaba y ejecutaba tomándose tiempo, hubiera esperado, con el avance de la Historia, el nacimiento de Conan Doyle pero sabía que era una gran imprudencia porque el tiempo jugaba en su contra. Claramente en su contra.
2
-Sólo Su Señoría Reverendísima me puede ayudar.
-No puedo aprovecharme de mi condición para fisgar en palacios privados y cerca de buenos cristianos que me son muy queridos. Además, como hijo mío de confesión, me imagino la causa del desasosiego por la desaparición de ese libro. Quizás haya en ello una señal de Dios.
-¿Y no teme Su Señoría Reverendísima el escándalo?
-Un conde que, además, es miembro del Consejo de Hacienda debe ser responsable de sus actos. Sólo quienes ni son condes ni son miembros del Consejo de Hacienda pueden ser frívolos.
Pasó a otro asunto el consejero de Hacienda:
-Por cierto, tengo una buena noticia para Su Señoría. El Consejo se dispone a votar un donativo de unos cuantos miles de ducados que habrá de pagar Su Señoría Reverendísima. ¡Menudo privilegio! ¡Está destinado a la defensa de Orán! ¡A la defensa de la religión!
El ilustre prelado visitó, uno a uno, los palacios y habló en intimidad con quienes habían sido los invitados del señor conde del Asiduo Jolgorio en aquella fatídica cena para rastrear el libro (en cuarto) desaparecido. Aunque lo hizo con eclesiástica camándula, nada pudo averiguar.
Fue su fraternal amigo, el buen obispo de Mondoñedo, tantas veces cómplice en oficios, responsos y sabatinas, quien se vio agraciado con la distinción de contribuir a sufragar, con un cuantioso donativo, la defensa del credo en Orán.
3
Tres días llevaba el conde embadurnado con el ungüento. Lo peor era el olor. Más de un consejero e incluso algún oficial se habían alejado ostensiblemente de él haciendo evidentes muestras de desagrado olfativo.
A pesar de ello, tenía plena confianza. Y no era para menos.¡Cómo que la untura había sido confeccionada, mediante crecidísima suma, por la mismísima firma de brujas «Canidia y Gratidia»! Muy recomendado, había acudido a ese reputadísimo consultorio, de sonora y al parecer justificada fama en achaques de brujería y también en todo tipo de operaciones de alcahuetazgo y remiendo de virgos. Allí le recibió una hermosa empleada que le pidió los datos personales y el motivo de su visita.
-Búsqueda de un libro…de un objeto extraviado -contestó azarado el conde.
Pasó a una sala de espera donde se distrajo hojeando avisos, almanaques y pronósticos. Oyó las voces de una bruja, irritada porque no se había recibido el último pedido de escamas de dragón. Fue conducido a la sección especializada en pérdidas. Contó su caso a la bruja que la comandaba. Oyó entonces de forma lacónica:
-No es esta la sección competente. Pase vuesa merced enfrente que es la de robos.
Fue allí, en la sección de robos donde le prepararon el ungüento a base de los más seguros productos: polvo de asta de ciervo, agua de acónico, cálamo aromático, orina de veinticuatro cordobés, órganos privados de lobo y pelo de barba de abadesa.
-Es infalible si lo unta vuesa merced en pecho, espalda y sobacos todos los días hasta el próximo sabbat.
Cuando ya empezaba a dudar, al quinto día, supo con certeza que el libro se encontraba en la cámara del valido, en el escritorio flamenco, justo en la gaveta que tenía pintada la agonía de un jabalí.
4
Resonaban en los mugrosos pasillos del Alcázar los ronquidos del valido Valenzuela como música agorera de un reinado de aojos y congojas. Se deslizó al interior de la cámara, donde era perceptible un consistente olor a pies. Doña Maria Ambrosia, acunada por arcángeles lujuriosos, emitía breves quejidos. Aunque se oía y se olía, no se veía absolutamente nada. Un cirio ayudó al conde del Asiduo Jolgorio a localizar el escritorio y el jabalí moribundo. Abrió la gaveta y, al palpar en su interior, notó la dura piel de cabra de su libro, que tan familiar le era. Lo tomó. Cuando salía, arreciaba la horrísona respiración del valido Valenzuela y doña María Ambrosia se abandonaba en el deliquio de un orgasmo onírico.
En su aposento, comprobó que estaba intacto, que no faltaba ninguna hoja aunque solo Dios sabía quién o quiénes lo habían leído.)Cómo habría llegado a las manos del valido Valenzuela? )sabía doña María Ambrosia que en una gaveta del escritorio de su marido se encontraba el diario? Estas preguntas daban vueltas en la cabeza del conde y dando vueltas quedaban pues no acertaba a encontrar respuestas fundadas. Albergaba temores pero se tranquilizaba al pensar que él disponía ahora de la prueba, que le sería fácil destruir cualquier acusación. Y que el valido, todo el mundo lo decía en la Corte, tenía sus días contados.
Entonces y como quiera que sostenía el libro en las manos, lo abrió y sonrió. Sonrió con complacencia, con el deleite del músico cuando ve ultimada la sinfonía escrita en el pentagrama y le parece estar escuchándola, del escultor que observa el sutil movimiento que ha logrado proporcionar a la imagen venusta y la supone derramando ya piedad desde un trono dominante y sagrado, del escritor cuando pone el punto final a las aventuras del héroe fecundado por su ingenio. Al fin y al cabo él era quien había dado vida a los lances amatorios que allí se recogían: doscientos setenta y siete entre sirvientas, mandaderas y nodrizas, cincuenta y nueve (prácticamente, sesenta) entre las esposas de los más encumbrados personajes. Con descripciones ricas en detalles: vestidos, olores reservados, caprichos en el momento de la cubrición… Todos sus compañeros del Real Consejo de Hacienda, el mismísimo valido eran cornudos; más exactamente y, por su elevado rango, protocornudos.
Cuando, trasojado, acudió por la mañana a Palacio y entró en la Sala del Consejo para el ordinario despacho, se encontró con todos los señores consejeros en pie, esperándole. Cada uno de ellos, excepto el valido, tenía delante, encima de la mesa, un libro que pronto supo era una copia manuscrita del suyo, encuadernado, además, en la misma piel de cabra que el original.
Pasó a prisión y se confiscaron sus bienes. Escapó al poco ayudado por la esposa del alcaide (¿lo hizo realmente cuclillo?: es probable pero no existe conclusión acreditada). En pocos años y con paciencia, en las lejanas tierras de las Asturias, logró rehacer su vida de asiduo jolgorio.