LA BARANDILLA
Cenó muy ligero,apenas unas migas con unos tropezones de solomo y se acostó temprano,tan temprano que todavía pudo ver, desde la ventana de su alcoba, cómo el primer crepúsculo pugnaba por ocultar el terso horizonte montañoso tras el apacible biombo de la obscuridad con la misma decidida ternura que pone la madre en rodear de umbroso silencio el sueño del niño. Se oían aún rumores de brega en corrales y zahúrdas, voces de gañanes, cencerros vacunos y lejanos ladridos de perros. Había declinado aquel viernes en Navas de san Esteban. En rigor, un viernes más pero para don Juan de Baquedano y Albelda, vizconde de la Defensa de Fuentehermosa y barón de Larreta, un día que llevaba en sus entrañas, como espantable feto (y él lo percibió, se dijera que con fúnebre certidumbre), el presagio de su propio declive y, lo que aún era peor, el declive de su propia casa, de su propio linaje: la mil veces distinguida y calificada alcurnia de los Baquedano y de los Albelda había sobrevivido para llegar a ver la vara de alcalde, manejada con ponzoña de menestral encumbrado, en manos de un sujeto zafio y garbancero, infatigable comedor de ajos, cuyos antepasados habían aportado como tributo a los Baquedano, con agradecida unción, vigorosos troncos de encina que habían servido para calentar los sabañones de varias generaciones de linajudos despojos de la muy noble y guerrera casa de la Defensa de Fuentehermosa en las frías noches de las Navidades.
Claro que don Juan de Baquedano y Albelda había oido hablar del general Riego. Un soldado que, herido en la toma del arsenal de la Carraca, había vuelto a Navas de san Esteban, había contado todo con pelos y señales:cómo se habían dados los vivas a la Constitución en Cabezas de san Juan, la marcha sobre Cádiz, sobre Algeciras, cómo se detuvo al general Calderón, el pavor de algunas gentes, la alegría de otras…; el mismo vizconde le había oido un día, desde una de las ventanas del palacio, bisbisar una canción que hablaba de frailes y liberales, que tomó por una chiquillada y, además, chiquillada de lisiado porque el pobre soldado arrastraba muy torpemente un pie y uno de sus brazos había quedado inutilizado.Entonces no pudo imaginar que tan pronto iba a sufrir atropellos vejatorios que nadie habría osado nunca infligir a un Baquedano.
Don Juan que era muy alto y se desplazaba como desgoznado, se vistió para ir a rezar y conmemorar así, en honras que quería fueran íntimas, el dia en que el Señor, hacía ahora nueve años se había llevado a su buena esposa doña Antonia, en el momento en el que, en medio de insufribles dolores, intentaba ensanchar el blasonado tronco familiar con un nuevo tallo que, ay, no pasó de vacilante brote. Hacía un día claro y un suave olor a hierba y humedad inundaba la quietud del lugar. Pero don Juan ni olía la hierba ni percibía la humedad. Don Juan oía resonar en su alma patricia el arrojo de los héroes, el despliegue de los estandartes, las valientes cabalgadas que allí mismo habían tenido como protagonistas a sus antepasados desde el primer vizconde, el gallardo Esteban, a quien el Rey ennobleció cuando, tras gloriosa acometida, consiguió que la amorosa cruz del Salvador sustituyera a la sangrienta insignia islámica.Sobre las ruinas de una pestilente mezquita,guarida de las mentiras del falso Profeta,se había empezado a alzar la preciosa iglesia,blando regazo de la Revelación,hoy iluminada por los delicados reflejos de las candilejas litúrgicas.Allí entró don Juan.
Se acercó a la pequeña representación en mármol de la lapidación de san Esteban donde rezó y contempló una vez más la escena mandada poner allí por el primer vizconde: el santo con una inscripción borrosa en el nimbo y, en la mano, los Evangelios; uno de los ejecutores, con el brazo levantado, el pómulo hinchado, los ojos enmarcados en unas cuencas profundas que le daban un aire de placidez, mal acomodado al dramatismo del suceso, según había pensado siempre don Juan. Fue al acercarse hacia las sepulturas familiares cuando descubrió que la barandilla que guardaba el eterno reposo de tantas y tan entrañables glorias había sido retirada de forma que era perfectamente posible pisar las lápidas y aún el glorioso escudo de las armas familiares.
Salió a la calle con los ojos en combustión y notó cómo algunas personas con las que se cruzó bajaron la mirada, en la concedente actitud del furtivo sorprendido. Cuando se halló ante el alcalde «constitucional», pidió explicaciones. Creía que soñaba cuando oyó:
-Esa barandilla, don Juan, era un símbolo de vasallaje. La igualdad civil ha sido proclamada por nuestra Constitución.
¿La igualdad civil? ¿El símbolo del …vasallaje? Don Juan quiso quitar seriedad a la escena:
-Vamos, vamos, señor alcalde, muy bien le deben de ir las cosas cuando tan temprano tiene ganas de chanzas.
-No son chanzas, señor don Juan. Ordené retirarla y tengo la autorización del jefe político.
-Olvida mi condición de patrono.Y no ha contado con el señor cura.
-El alcalde es la autoridad máxima.
-Pero yo proveo la vicaría. ¿Dónde está el vicario?
-Ha salido esta mañana llamado por el señor obispo.
-El, bajo mi dirección, resolverá este atropello.
Don Juan dió la espalda al alcalde, ofendida su dignidad de vizconde, de barón, de patrono, en fin, de heredero y depositario de una tradición varias veces centenaria de superioridad y precedencia. El y don Domingo, el señor vicario a quien él mismo había beneficiado, lo arreglarían todo no bien volviera el clérigo de su visita episcopal.
Pero don Domingo no volvió (siempre viajaba a lomos de su mula, con el hábito remangado y el sombrero envuelto en una funda para protegerlo del polvo) sino momentos antes de empezar la santa misa en aquel día santo que llevaba su propio nombre. Se arracimaban las gentes en el atrio,se conversaba en voz baja y se dirigieron torcidas miradas al señor vizconde de la Defensa de Fuentehermosa, que apareció acompañado de varios criados. Un mozalbete pálido amagó un atrevido desplante…
Al entrar en el templo, don Juan se dirigió a ocupar su asiento en el presbiterio y sus criados a hacer lo mismo en el banco contiguo destinado a la servidumbre. Pero el sillón del señor vizconde, consuelo de tantas hidalgas asentaderas, el sillón que habían ocupado varias decenas de vizcondes de la Defensa de Fuentehermosa a lo largo de los turbulentos siglos en los que ellos, los Baquedano, habían protegido el lugar, había desaparecido y, por si fuera poco, en el banco corrido de la servidumbre se instalaron, con histórico descaro, los regidores, un puñado de impíos que a buen seguro veneraban, por encima de los mismísimos Sagrados Evangelios, aquel asqueroso papelucho al que llamaban, con pompa de vacua hipérbole, la Constitución. Don Juan, junto a sus criados, a quienes dió una orden con la mirada, salió del templo.
No bien hubo terminado la misa, don Domingo corrió al encuentro del patrono de su iglesia. Don Juan le obligó, antes de entrar en discusión alguna, a decir una nueva misa para él y sus criados conjurando así el peligro de haber quedado aquel dia sin cumplir el precepto.En furioso arrebato,don Juan pidió explicaciones al sacerdote, apenas éste hubo terminado el sacrificio, acerca de la desaparición de la barandilla que rodeaba los sepulcros familiares y la incalificable vejación de que habían sido objeto él y sus criados, lo que para el generoso corazón de don Juan era como decir su propia familia. Don Domingo,mientras se despojaba de su sagrada vestimenta,tranquilizó con sabiduría abacial a quien era su distinguido penitente:
-Señor, acomodaos a la situación.Ha empezado el trienio liberal que, como todos los trienios, tiene sus días contados.Volverá Su Excelencia a disfrutar de barandilla, de preferencia al sentarse y al llevar las varas del palio…Dios,en su infinita bondad,hará que todo vuelva a su estado normal. De momento, conviene no alborotar.Esta no es la opinión de quien os habla, un humilde servidor, sino la del propio señor obispo con el que he tenido el inmerecido honor de conferenciar. Rece mucho a san Esteban, que siempre le ha favorecido.
Y así sucedió porque cuando,años después,don Juan bajó a la tumba, un milagro hermético había logrado restablecer el buen y viejo orden natural y con él la barandilla,como en piadosa y bienaventurada alegoría.
– A veces pienso que la vanidad de unos pocos ha exclavizado durante milenios a los muchos.
– Acaso ésos muchos valían para algo que no fuera ser carne de canon.
– Todos los hombres son iguales.
– Eso es ahora.
– Ya era hora.
– Si tu lo dices.
– Lo digo.