Escenas históricas VI: relato estremecedor (I)

RELATO ESTREMECEDOR (I)

Yo,  Felipe Ponce y Castroviejo,  doctor en Teología,  examinador sinodal y penitenciario de Nuestra Señora de San Llorente,  teólogo de la Real Sociedad Médica e individuo de la Hermandad de la Santa Caridad,  declaro ante el alcalde de la sala de lo criminal de la Real Chancillería,  licenciado Pascual de Liciana,  lo que a continuación se dice que oí en confesión hace ahora veintidos años y encarecido como fuí por el penitente a ponerlo en conocimiento de dicha Real Chancillería tras su muerte si es que Dios me permitía,  en su infinita bondad,  sobrevivirle.

Los hechos sucedieron en el año de mil seiscientos cinco,  de grandes fastos pues fue cuando la augusta reina Margarita,  que Dios tiene en su gloria,  dió a luz al principe Felipe que es hoy nuestro monarca,  que Dios guarde.

Fue el caso que doña Brígida Trigueros,  mujer de arremango y en extremo perspicaz e ingeniosa estaba casada con don Francisco de Sousa,  médico de los de mula,  guante y sortija,  pero mantenía relaciones ilegítimas desde hacía varios años,  exactamente desde aquel en que Nuestro Señor acogió en su seno al buen rey Felipe,  con don Juan Placer,  que era administrador de la casa y hacienda de los muy nobles condes de Villaverde,  a su vez casado con doña María Santaella a quien llamaban «el pimentón» por ser la color de su tez  roja,  como encendida o exaltada y en la que algunos brutos creían ver un algo de herético cuando no se debía probablemente sino a la acción de los humores femeniles que tan misteriosos son incluso para los físicos y boticarios.  Como la condición de varón cabal de don Francisco nunca se puso en duda,  muchos se preguntaban cuál era la razón por la que doña Brígida había caido en los brazos de don Juan y,  como suele ocurrir,  las opiniones se dividían entre quienes lo atribuían a la desordenada fogosidad de doña Brígida (de la que se contaba había intentado años atrás seducir,  sin exito naturalmente,  a su confesor,  un venerable padre dominico,  muy estimado porque enriqueció con su docta opinión la polémica sobre si era o no pecado comulgar después de haber consumido tabaco) y quienes al poco impulso,  a la flojera de las acometidas matrimoniales de don Francisco.  Más cierto parece,  por lo que Vuestra Señoría va a poder comprobar,  que la extremada fogosidad se hallaba en el administrador de la casa de Villaverde quien se creía quizás en la obligación de repartir las venturas que su patronímico evocaba.  Porque es lo cierto que el tal don Juan Placer,  de quien se decía tenía muy abultadas sus insignias de varón,  además de pecar con doña Brígida lo hacía tambien aunque no simultáneamente con doña Leonor Pamblanco,  esposa del abogado don Gaspar de Yelves,  doctor in utroque,  amigo de ceremonias y autorizado en el modo de portarse y de tanta fama como jurisperito que se decía que nadie conocía como él las sabias reglas que nos dejó el rey Alfonso en las Partidas y que repetía de memoria muchos textos del Ordenamiento de Alcalá e incluso de las leyes de Toro.  No quisiera excederme en el juicio pero tengo para mí que don Gaspar tenía más fé en un pergamino que en los sagrados Evangelios.  Su señoría debe dar crédito,  empero,  a las habladurías en torno a la incapacidad para el fornicio del distinguido doctor in utroque pero para su buena memoria (pues el Señor se lo llevó en el año de mil seiscientos veintitrés) debe dejarse consignado que la suya era una impotencia sobrevenida y consecuencia precisamente de su afición a la monta que practicaba de forma tan indiscriminada que le llevó a usar como yegua (y ruego sepa su señoría disculpar estas expresiones pues aun con muchos latines soy hijo de labradores) a una conocida mujer del partido que al transmitirle gloriosas bubas le dejó inhàbil para cualquier monta que no fuera la de su soberbio caballo al que yo recuerdo todavía cubierto con telilla de librea sobre un fondo encarnado y al que don Gaspar espoleaba con maestría de consumado jinete. Que doña Leonor Pamblanco era adúltera se confirmó años después de los sucesos que estoy poniendo en conocimiento de su señoría y así ante Tribunal constituido al efecto (era el año de gracia de mil seiscientos dicienueve) se demostró que su adulterio reunía las exigencias todas del derecho canónico, solus cum sola, in eadem lecto, sub eadem tecto.  Fué justamente condenada porque «qui amat periculum peribit in illo».

Cuando doña Brígida Trigueros,  que como he dejado dicho era mujer impetuosa y que no se dejaba amilanar fácilmente,  se malició que don Juan Placer se daba gusto en otra cama a partir de indicios que ni su señoría ni mucho menos yo, un pobre eclesiástico, sabría interpretar pero que una mujer caza al volateo,  como si estuviera siempre instalada en adecuada paranza,  se dirigió en consulta a una mujer que fue primero hereje sacramentaria y después hechicera y a quien llamaban «la loca» por su horroroso mirar y su espantosa facha (años despues la vió su señoría a buen seguro en un auto de fe). Sin más esfuerzo que leer en el agua verdinegra y sucia de un sapo que había aplastado con sus manos, «la loca» le confirmó la horrible sospecha: don Juan Placer retozaba tambien en la cama de doña Leonor Pamblanco y además a las horas en que el ilustre doctor don Gaspar de Yelves informaba, con copia de argumentos y ante la Real Chancillería,  acerca de mandas y legados de complicadas testamentarías.

Ideó entonces la ingeniosa venganza que un mal tan terrible había de provocar.

(Continuará)

Publicado en: Blog, Soserías

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