1
En la sala están, jugando, la niña Isabel, vestida con un trajecito claro, de mangas anchas con guarniciones bordadas y un peinado recogido en lo alto por una diadema;sin jugar, la condesa-camarera, peinada a la moda del ahuecado con crencha en medio, desplazándose de un lado para otro con andares de muñeca y melindres de tuberculosa;jugando tambien pero con las cuentas del rosario, el padre confesor con cara de estar pensando en lo suyo. Entre otros muebles, hay un psyché o sea uno de esos espejos que basculan gracias a unas columnas laterales y una cómoda de caoba con cinco cajones o, incluso, más. Como el momento era histórico, nadie se entretenía en contarlos. Entraron dos sujetos uniformados: resoplaban y arrastraban el sable porque es obligado resoplar y arrastrar un buen sable cuando se está escribiendo una página de la Historia.
El espadón. -Deseamos hacer a Su Alteza, Reina.
El otro espadón. -Eso es, Reina de España.
La condesa-camarera. -¡Oh!
El confesor (jugando, nervioso, ahora con el crucifijo que pende en el pecho). -¡Hágase la voluntad de Dios!
(Y, en un aparte, como bisbisando). -Si el Señor echa sobre mí la responsabilidad de tener como hija de confesión a una Reina, me someteré a la voluntad divina. Al fin y al cabo, no soy sino su esclavo.
El otro espadón (que le ha oido perfectamente). -No se haga ilusiones, Padre, que tenemos en nuestro programa devolverle al coro o al convento, a confesar monjitas.
El espadón. -A confesar monjitas, piadosas monjitas.
La niña. -¡Mirad cómo se mueve este títere que me trajeron de la feria del Carmelo!
La condesa-camarera. -Su Alteza debería atender a los señores generales que han venido a verla.
La niña. -Tomad asiento y mientras yo muevo este títere, me hablais. Es el juego que más me gusta, el de los títeres.
Los generales se sientan. El confesor y la camarera permanecen de pie.
El espadón. -Es nuestra intención, de acuerdo con la voluntad del Gobierno y de las Cortes, adelantar la mayoría de edad de Su Alteza para que pueda gobernar como Reina.
El otro espadón. -Como Reina, con corona y todo.
La niña. -Yo lo que quiero es una capa de armiño.
El espadón. -Capa de armiño y corona. ¡No faltaba más!
El otro espadón. -Y un retrato de Madrazo.
La niña. -¿De cuál de los Madrazo?
Los espadones se miran buscando ayuda mutua.
El espadón. -De Madrazo, de quién va a ser, pues de. . . uno de los Madrazo. . .
El otro espadón. -Sí, ya encontraremos algún Madrazo. Siempre sale alguno:¡hay tantos!
La niña, con un mohín y a punto de echar reales lágrimas (reales por auténticas, no por majestuosas porque todavía no es reina, como se puede observar por la escena). -¿Y tendré que estar tan quieta como cuando me pintó Vicente López?
El espadón. -No, porque siendo Reina se puede uno mover más.
El otro espadón. -Y el pintor no tiene mas remedio que aguantarse.
La niña. -¿Y me pondrán otra vez aquel collar tan espantoso? ¡No quiero ver más ese cuadro! ¡Parezco una enana!
El espadón, como está nervioso, acaricia el sable pero se confunde y, en realidad, dirige su ternura hacia el sable del otro espadón. Muy bajito, oye:
-¡Tóquese su sable!
Volviéndose de nuevo hacia la niña y con la sonrisa recuperada:
El espadón. – ¡Nada de collares!
El otro espadón. – Armiño, corona y un cetro. Un cetro que represente el poder inmenso de Su Alteza.
La niña. -¿Y podré hacer y deshacer Ministerios como mi real madre?
Los espadones carraspean. El confesor quiere acercarse pero se detiene. La condesa-camarera esboza una sonrisa, orgullosa.
El espadón. -Su Alteza tendrá que jurar la Constitución.
La niña. -Mi madre juró varias constituciones y hacía siempre su real gana.
El confesor. -La madre de su Alteza, su majestad la reina, gobernó siempre de acuerdo con sus deberes de cristiana, de muy buena cristiana.
La niña. -¿Por eso la echó Espartero?
El confesor. -¡Jesús, no nombre su Alteza a ese diablo!
La condesa-camarera. -Todo eso ya pasó, Alteza. Lo que quieren estos señores generales ahora es coronar a Su Alteza para que su Alteza deje de ser su Alteza y pase a ser su Majestad. ¿No lo desea Su Majestad, quiero decir, Su Alteza?
La niña. – Si, pero yo quiero seguir con mis títeres y que los generales y los políticos y los banqueros, todos, me bailen el agua.
(Y, dirigiéndose al confesor con una respetuosa sonrisa, añadió):
-Y los confesores.
El confesor. -El pobre confesor, Alteza, se limita a administrar un sacramento.
La niña. -Y a entrometerse en lo que no le preguntan.
La condesa-camarera, riéndose para sus adentros. -¡Alteza!
La niña. -Nada de Alteza, el señor padre es muy bueno pero se mete donde nadie le llama.
El confesor. -No hago, Alteza, sino cumplir con mi sagrado ministerio.
La niña. -¿Es cumplir con tu sagrado ministerio reñirme porque me gusta jugar con uno de los chicos de los condes de Puñonrostro?
El confesor. -¡Alteza, no deben salir aquí los secretos de confesión!
La niña. -¡Es tan guapo. . . ! Y volviéndose a los espadones:Contad conmigo siempre que pueda seguir jugando con mis títeres. Quiero hacer con los Ministerios lo que desee mi real voluntad. ¡Y pueda ver al chico de Puñonrostro y esconderme con él por los jardines del campo del Moro!
Los espadones salieron a la calle. Como era noviembre, hacía frio. Se acomodaron en el coche que se balanceaba en medio del aguanieve que empezaba a caer. Poco después se votaba en el Congreso y, con esa votación, entraba en la Historia el reinado de doña Isabel II de Borbón.
2
La Reina jugó con títeres y algunos títeres jugaron con ella. Jugó con el chico de Puñonrostro por los jardines del campo del Moro y con otros muchos no tan chicos por las reales salas y las reales camas del Real Palacio. Se casó con el señor mas cursi que encontraron merodeando la augusta morada, lo dejó que se meciera blandamente en sus cursiladas, hizo mohínes y bailó rigodones, torturó su real conciencia con aquellos demagogos que querían quitar a la santa madre iglesia lo que ella había ganado por sus muchos servicios a la patria, inauguró ferrocarriles y puentes, cerró los ojos ante los negocios de su madre, la Muñoz, se asustó con algunas barricadas porque eran un desorden que no venía a cuento, se santiguó después del atentado del cura Merino y se regocijó oyendo las hazañas españolas en aquel Marruecos tan díscolo, lavó pies de pobres y cultivó el real rasgo, en fin, vió desfilar ante su real persona infinidad de cadáveres políticos y cuando vió desfilar algunos cadáveres de los de verdad, de los que están pálidos y muy quietitos y empiezan a oler mal, debió comprender que tambien su real persona empezaba a descomponerse aunque todavía tuviera ganas de retozar con oficiosos oficiales o corteses cortesanos.
3
Hacía calor y en la abultada pechuga de su majestad la reina doña Isabel II había finas hebras de real sudor. Se bañaba en el mar y cuidaba su delicada piel.
El espadón confidente. -Me temo, Señora, que va a tener que marchar a Francia. Hay un tren que sale pronto.
La reina. -¿A Francia? ¿Y qué voy a hacer yo en Francia si ni siquiera sé hablar francés? Y con tantas prisas, pero ¿qué estás diciendo?
El espadón confidente. -Ha estallado la revolución de setiembre, la famosa revolución del 68. Gritan «¡Viva España con honra!». Parece que Serrano ha batido en Alcolea a las fuerzas leales. . .
La reina (desde el canapé de madera de palosanto). -Que llamen a Severo, a Marfori, a Gonzalez Bravo. Que Luis les mande fusilar. Pero como que Serrano. . . ¿en Alcolea? ¿dónde queda eso? pero ¿Serrano? si lo he tenido. . . , lo he tenido. . . a mi servicio y le nombré duque y le puse en el pecho el Toison, que bien guapo estaba con él, no, no puede ser. . . Que venga inmediatamente a verme, yo le pondré en razón.
El espadón confidente. -El verdadero traidor es Prim, Señora.
La reina. -¿Prim? Si soy madrina de su hijo o de su hija, cualquiera se acuerda, bien fea que era la criaturita. . . Le he hecho conde y duque y grande siendo hijo de un quidam. . . ¿Quién mas anda en la intentona?
El espadón confidente. -Topete, el almirante Topete.
La reina. -Pero si ese es un burro. . . Que Gonzalez Bravo ponga a los tres de cuartel, mientras yo me vuelvo a Madrid.
El rey consorte sollozaba en un rincón. Con infusiones calentitas entraba y salía una camarera y con informaciones tambien calentitas un oficial de guardia. Se oían cabalgadas a lo lejos y de cerca.
El espadón confidente. -Me temo que su majestad no pueda llegar a Madrid. Los rebeldes han cortado las comunicaciones.
La reina hipó y pensando en tener que abandonar las delicias de aquel verano al borde del Cantábrico, confió al general informante aquellos versos suyos tan famosos
«General, ha sido malo en general
gobernar con generales.
Ellos son causa y fundamento
de mis pasados desengaños
y, en este postrer momento,
de tener, ay, que interrumpir los baños»
El general confidente, contagiado por el estro de la soberana, le replicó
Debió su majestad aprovechar los rigodones
para rematar sus regias acciones:
A Narvaez y a Espartero
la patada en el trasero
y al irlandés
el pisotón en los pies.
Entre lágrimas, contestó doña Isabel:
Si eso hubiera hecho
tendría hoy mejor ganancia
y no estaría a corto trecho
de pisar la raya de Francia.
Se levantó, se sacudió las migas de un pastel que la revolución le había pillado comiendo y que le habían enviado, como homenaje, los frailes del convento de jerónimos sin cíngulo que hay junto a un meandro del rio Bidasoa y concluyó con aquellas históricas palabras:
Me queda una esperanza
que a buen seguro se te alcanza:
cuando, dentro de unos años,
necesiten a mi hijo amado,
si se quiere evitar más daños,
que le dejen en el Trono sentado.
Dichas estas palabras, hermosas e históricas al mismo tiempo, cogió de un brazo a don Francisco y se dispuso a salir del pais. Todavía quiso añadir algo y dijo:¡Viva España con honra! pero al darse cuenta de que esto no lo podía decir ella porque era el grito revolucionario, se limitó a decir:Yo creía que tenía más raices en España.
Don Francisco tropezó con la alfombra que les habían puesto en la estación y estuvo a punto de dejar en España si no raices, sí las narices.