Ramón Martín Mateo

Mi maestro Ramón se ha despedido. Quiero en este momento recordar las palabras que pronuncié como Laudatio en la ceremonia de su investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de León.

«…No tengo más remedio que confesar mi apuro en este trance. Y mis dificultades.

Porque Ramón, Ramón Martín Mateo, el doctorando a quien hoy imponemos el birrete e incorporamos al Claustro de esta Universidad, es el jurista serio, riguroso, un catedrático de los antiguos, lleno de sabiduría, de fecunda calma y de indulgencia. Pero Ramón representa también la sorpresa, lo inesperado, lo deslumbrante. Claro que, tal como la Historia nos enseña, quienes se llaman Ramón salen ya al ruedo de la vida con ventaja porque Ramón es nombre definitivo, concluyente, nombre completo que no precisa casi de los apellidos, que son los clavos con los que los demás sujetamos nuestros nombres. Ramón, no; Ramón se sostiene sólo, se basta y se sobra, por eso a Ramón Martín Mateo, lleno como está de honores y de merecidas distinciones, todo el mundo le llama Ramón, Ramón sin más. Porque ya Ramón es mucho.

Y Ramón, decía, es la sorpresa. La superación del paisaje tradicional, la ruptura del convencionalismo. Dijérase que, a fuerza de observar el horizonte terso de su tierra castellana, se ha familiarizado con él, le ha cobrado confianza y, al cabo, se ha permitido trascenderlo para, ya libre, buscar con su mirada paisajes aún más lejanos, nuevas perspectivas.  Entonces, siempre respetuoso, caballeroso, porque al horizonte tradicional lo ha despedido con una benévola sonrisa y una cariñosa palmada en el hombro, se adentra por territorios nuevos con talante de explorador, del descubridor de nuevas tierras, que, al tiempo, sabe cultivarlas y hacerlas feraces.

Y así cuando los juristas de la brillante generación de los años cincuenta, capitaneados por ese gran intelectual que es Eduardo García de Enterría, andaban sacando lustre a la opaca herencia que habían recibido de sus mayores y cuando, tras haber dado enteramente la vuelta al traje del derecho administrativo español, estaban a punto de echarse a descansar sobre la blanda almohada de sus impecables construcciones, Ramón publica un libro deslumbrante sobre la Administración monetaria que acierta a ampliar el territorio del derecho público, fijándole nueva frontera, más lejana, más inquietante porque se adivina que está poblada de aventuras. Ramón es el excursionista que aprovecha el breve sueño de los compañeros para alejarse y volver al poco habiéndole robado la mirada a las águilas. Todo asunto nuevo atrae su atención, toda nueva inquietud encuentra  en su inteligencia blanda acogida y así sus libros y sus artículos son siempre aire fresco, limpio, el aire que también se trae en sus escapadas metido en el morral. Así hasta llegar a su magno Tratado de Derecho Ambiental, escrito ya en la madurez alta, que es otra muestra de ese aire a que me he referido, aire, claro es, sin contaminar, como resulta en este caso especialmente obligado.

Y como su obra, su vida. Cuando ingresó en la Administración local, que fue el castillo donde veló sus armas, ¿sabéis dónde pidió destino Ramón? Ramón marchó al sitio más inesperado, a Guinea, y allí puso orden en las cuentas municipales y aun ejerció de juez, administrando una justicia comprensiva y sagaz como la que ejerciera en la ínsula Barataria el inolvidable escudero de quien, por cierto, Ramón, nuestro Ramón, es, en lo físico, réplica bastante afortunada.

También cuando, años después, sacó su cátedra marchó a Bilbao. Bilbao era entonces una ciudad sin apenas tradición universitaria, recién segregada como estaba su nueva Universidad de la prestigiosa y añosa de Valladolid. Los catedráticos que llegaban de fuera tardaban poco en pedir traslado. Ramón tenía su vida hecha en Madrid. Más aún: tenía un importante cargo en Madrid en el que ganaba más dinero que como recién ingresado catedrático. Cualquiera hubiera pedido la excedencia o buscado una de aquellas fórmulas existentes entonces que permitían simultanear vocaciones y, de paso, como quien no quiere la cosa, sumar sueldos. Ramón, de nuevo, saltándose a la torera las costumbres de sus mayores, respetuosamente, porque siempre pone buena crianza en sus acciones, rompe con ellas, se afinca en Bilbao y en su Universidad llega a ser el primer Rector que aquella Corporación elige democráticamente, en los amenes mismos del califato franquista.

Allí produce mucho, escribe varios libros y decenas de artículos que se publican en las revistas más prestigiosas, pero además Ramón está presente en la vida social vasca, no con el atildamiento de quien asiste a un cóctel, sino manchándose las manos, es decir, opinando, pronunciándose sobre cuestiones urbanas o regionales de actualidad, comprometido con el mundo que le circunda. Ramón es lo contrario del intelectual que desdeña el medio en el que vive, del intelectual que constantemente pide el reconocimiento y el vasallaje. Ramón es la humildad. Ramón tiene puesto permanentemente el dedo en el timbre de la amistad y es como un gran señor que, en las visitas, se levanta y tira rápido de la campanilla de la generosidad.

Su permanente inquietud intelectual le lleva a Venezuela. Allí enseña y aprende. Porque Ramón es de las pocas personas que escucha, igual al hombre modesto que al sabio. Muchos hemos viajado a Hispanoamérica, muchos hemos dado conferencias en sus Universidades y muchos nos hemos traído de aquellas tierras las muestras de la hospitalidad de sus gentes y acaso, en un estuche, una nueva, sólida y bien trabada amistad. Ramón se trajo todo eso en grandes cantidades para meterlo en el silo de su amplia humanidad pero, además, dejó allí el rastro imborrable de sus muchos saberes y de su enorme poder de seducción. Trabajó para las Naciones Unidas y, nunca mejor dicho, porque unió a los juristas de aquellas naciones con todos nosotros por medio de lazos que ya hoy son fraternales e indestructibles. También allí, en Venezuela, acontece lo inesperado: Ramón publica un libro sobre planificación urbanística con un profesor chino y su nombre está vinculado ya al del colega chino y es como si, en sus personas, sus respectivos continentes se hubieran entregado las arras. Ahora, Ramón vuelve una y otra vez a América, donde lo mismo forma parte de una comisión que estudia el sistema de reciclaje de las basuras en una ciudad populosa que redacta un plan urbanístico o un proyecto de ley o dicta unas conferencias llenas de inspiración y de gracia.

Debe de tener gran pena Ramón por no haber llegado a tiempo para inventar los viajes. Es lástima que se le adelantaran Colón y Magallanes y Vespucio y Marco Polo. Yo creo que esa es su gran frustración, que uno de los mayores disgustos de su vida lo llevaría en su infancia cuando en su colegio vallisoletano le informaron de que la tierra estaba entera descubierta y que ya nadie esperaba, en relación con ella, grandes revelaciones. Nunca ha debido de creerlo del todo porque Ramón es viajero, tesonero e invencible viajero, una especie de pastor que llevara en permanente trashumancia su ganado de intuiciones, conocimientos y hallazgos. Tiene a la carretera por el pasillo de su casa y a los océanos por una bañera con pretensiones. Todo ello para desesperación de su mujer, felizmente protegida por el talismán de la paciencia que debió de hallar en algún sereno rincón de las austeras y benévolas tierras palentinas, de las que procede.

En Bilbao nacieron sus cuatro hijos y, cuando pensó en un nuevo traslado, lo lógico era que éste se encaminara a Madrid, adonde van a parar casi todos los compañeros que llevan sus trienios en la cartera y los exhiben sin pudor, como quien lleva y muestra un saquito de joyas. También aquí Ramón dio la sorpresa: escogió Alicante, una ciudad alejada y bien distinta de su tierra natal, una Universidad recién nacida… En ella, de nuevo, nuestro doctorando ha escrito muchos libros, muchos trabajos porque, en verdad, que no hay campo novedoso del derecho público acerca del cual Ramón no haya escrito páginas jugosas, iluminando siempre aquello que trata con el candil, a la par sencillo y penetrante, de su original inteligencia. Y, también en Alicante, sería Rector por el máximo plazo de tiempo que las normas de aquella Casa permitían.

Medítese acerca del personaje que tenemos con nosotros: un vallisoletano que llega a ser elegido Rector de las Universidades de Bilbao y Alicante. De dos Universidades que, ante él, son capaces de colgar sus hechos diferenciales en una percha y de poner una tregua en sus batallas lingüísticas y culturales para elegirle Rector. Un Rector que no habla sus respectivas lenguas, que tampoco lo pretende, que no gasta artificiales modales de advenedizo ni se molesta en componer lisonjeras muecas. Que tan sólo respeta a sus semejantes y les dispensa su buen hacer.

Y en estas largas etapas de Rector, advertimos otra singularidad de nuestro personaje. Su inmensa capacidad de organización, su entusiasmo y su gusto por la res publica, su fe en el Estado. Cuando ya otros, al avanzar la vida, vamos abdicando de nuestras convicciones y un suave escepticismo debilita nuestra mirada, Ramón mantiene intactas pocas pero sólidas certidumbres. Entre ellas, precisamente, su fidelidad a la Administración que concibe como una empresa que derrama bienestar entre los ciudadanos y distribuye justicia. Surge de ahí la ilusión que pone en las empresas colectivas y así es de su práctica invención el viejo Instituto de Estudios de Administración local, la introducción en él de las enseñanzas de ciencia urbana, la fundación de revistas, la participación en foros y organizaciones relacionadas con la protección del medio ambiente, los nuevos aires y los nuevos bríos que supo introducir en las Administraciones universitarias que dirigió… Ramón es un gran animador, un capitán a la busca siempre de una compañía a la que entrenar y despabilar. No en balde se ha ocupado y mucho del derecho de la energía. Porque Ramón es una turbina, un generador de entusiasmo y de vida. Oí una vez a don Ramón Carande decir, a sus casi cien años, que él jamás se había aburrido porque siempre había tenido un proyecto nuevo en la cabeza. Otro Ramón: ¿lo advertís? A nuestro Ramón le pasa igual y cuando cumpla los cien años su cabeza aún bullirá y sus piés andarán a la busca del camino hacia el aeropuerto.

Y es que Ramón irradia, contagia vida como otros contagian las paperas o un resfriado o, más frecuentemente, el mal humor o la envidia. De mí sé decir que el poco vigor que yo pueda hoy tener me lo inyectó Ramón en los años de convivencia con él. Y cuando me siento desfallecer, me cito con Ramón y vuelvo ya recuperado, jovial, como si hubiera adquirido un cargamento de vitaminas: de las vitaminas de la inquietud intelectual, de la generosidad, de la indulgencia; también de la fuerza que aporta la mirada larga, la mirada que se desentiende de esas intriguillas alicortas, tan aburridas, y de esos estériles trapicheos universitarios que con tanta pericia cultivan en nuestro medio quienes gustan de malgastar el tiempo.

Este es Ramón, en la medida en que una pluma torpe como la mía puede pintar a un personaje tan singular, un personaje que se nos escapa permanentemente de la cuartilla porque la cuartilla tiene algo de sudario que él rechaza. Como de sí mismo decía Bernard Shaw, «quiero estar completamente usado cuando muera porque trabajaré mucho mientras viva». Así también se conduce Ramón. Y debemos agradecerlo porque el uso, acaso inmoderado, que de sí mismo hace se convierte en vida de muchos de nosotros.

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Publicado en: Artículos de opinión, Blog
2 comentarios sobre “Ramón Martín Mateo
  1. José Eugenio dice:

    Paco, de nuevo aciertas, tu «guinda» es excelente para recordar, con nostalgia también, no solo a Ramón, sino a lo que fue una Universidad que se ha ido para siempre sustituida por el colegio de secundaria local que ahora tenemos

  2. Ramón Martin Abad dice:

    Gracias Paco.

    Mercedes nos alumbró con su cariño en alicante. Nos vemos pronto, en villabrágima. Las cenizas de mi padre estarán entre las encinas del monte de villabrágima, donde le gustaba pasear.

    Clarita, Ramón, Danis, Carolina y Ceci.

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