Teoría de la guinda en aguardiente

Las guindas son frutos redondos, acabados con primor, algo ácidos, que, cuando se les da durante una temporada la compañía del Tarroaguardiente, adquieren un sabor rascón, picantillo, caústico, sin dejar por ello de ser al tiempo dulces y convincentes. Mis guindas no pueden superar este logrado hallazgo de cantinero ni siquiera lo pretenden pero sí aspiran a mezclar lo punzante con lo amable, lo intemperante con lo cortés.

Mi guinda en aguardiente es eutrapelia, es decir, dicho donoso, donaire, broma inofensiva y, como tal, está destinada a hacer más digestibles esos  ridículos prejuicios de los humanos que circulan por ahí como verdades cargantes, pronunciadas con la bendita convicción y la seguridad que la simpleza otorga. A veces lleva el ardor del agua en la que se ha macerado pero nunca quiere herir ni molestar más que lo estrictamente indispensable. Mi guinda pasa bien por la garganta y no daña al estómago.

Es más: actúa de carminativo pues que ayuda a liberarnos de las flatulencias que produce el estereotipo. En ocasiones es sólida y densa, obliga incluso a pararse a pensar por breves segundos, pero otras es pura burbuja, leve espuma. Está más cerca de la chispa que de la llama, es más pavesa que hoguera. Más faro que escollo y más rocío que lluvia.

La guinda en aguardiente no sirve ni para ir al Cielo ni para condenarse, tampoco produce prodigios ni milagros por lo que puede decirse que es neutra desde el punto de vista teológico. Tampoco sirve para hacer oposiciones ni para presentarse a concejal o diputado. Quien repita una de mis guindas no disfrutará de indulgencia alguna a no ser la gracia que adquiera por la suave sorpresa que pueda causar en el oyente. Y es que la guinda quiere ser susurro, no grito; música de palabras, no discurso;  un vago aroma, nunca un perfume.

Las guindas de este libro no pretenden ser aforismos ni sentencias que se han cultivado mucho en la literatura desde Juvenal, Terencio, Séneca, Catulo, Marcial etc hasta La Bruyére,  La Rochefoucauld, Lichtenberg, por supuesto Voltaire y tantos escritores sentenciosos o epigramáticos estupendos como en la historia han sido. Ni siquiera de las ocurrencias de Chamfort están cerca mis guindas aunque, en general, este género literario es una referencia  inevitable.

Mi guinda quiere ser mejor galguería, la modesta golosina que llevamos en el bolsillo para hacer fente a la dispepsia. No representa la esperanza en el hombre (que es virtud teologal, demasiado para una guinda) sino la sencilla confianza en una humanidad con menos llantos y más risas, una sociedad con más filetes de ternera y menos hormonas.

Todo ello sin pretender poner orden en el mundo, lo que sería una pedantería, sino con la vista puesta en el modesto objetivo de aprender a distinguir vagamente lo accesorio de lo principal y atenerse, claro es, a las consecuencias.

La guinda en aguardiente que yo he fabricado es la ranura por la que se trata de llenar la hucha de la imaginación y por eso en ella conviven la libertad con la obstinación en resaltar lo que no se resalta, en dar relieve a la contradicción, en realzar lo que de pintado hay en la sociedad.

Ahondando en lo que antes ha quedado dicho, desde el punto de vista de las letras, este género no es novela ni historia ni poesía, tampoco es épica ni lírica. Ni es teatro ni sirve para hacer un guión de cine y ganar euros y ligar mujeres jarifas en los festivales. En realidad no es nada aunque, bien mirado, acaso sea lo que queda del árbol literario después de podarlo. En cualquier caso, me siento muy bien acompañado al hacer el paseíllo por este ruedo en la compañía de grandes maestros porque Ramón Gómez de la Serna (genuflexión ante él) inventó la greguería, Bergamín cultivó un género parecido en «el cohete y la estrella», «el arte del birlibirloque», «mangas y capirotes», Carlos Edmundo de Ory con sus “aerolitos” se aproximó muy bien a lo mismo, los poetas del 27 echaron mano de las greguerías constantemente como Gerardo Diego ha destacado  (así, Altolaguirre, por ejemplo, cuando dice que las barcas que él ve en la playa, alineadas de dos en dos, son “sandalias del viento puestas a secar al sol”) y, en la literatura extranjera, Mark Twain con su obra “El asalto de la risa”, también en alemán hay un autor reciente, Stanislaw Jerzy Lec, que tiene un libro de aforismos llamado bien expresivamente «pensamientos despeinados” (“unfrisierten Gedanken»). Y así tantos otros…

Creo que, tras lo dicho, el lector está en condiciones ahora de abrir despacio la botella con las guindas en aguardiente, probar una, seguir con otra si le resulta gustosa, avanzar en su degustación… Pero no atiborrarse, menos emborracharse, porque cuanto más las dilate en el tiempo, mejores y más duraderas serán sus cosquillas.

 

Publicado en: Blog, Guindas en Aguardiente

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